En 2016, tras la firma por parte de Colombia y las FARC de los Acuerdos de Paz de La Habana, América Latina y el Caribe inauguraron oficialmente un periodo sin conflictos armados. Pese a las acciones del crimen organizado, la presencia de grupos armados no estatales, o a que la región continúa siendo la más desigual y violenta del mundo (sobre todo para mujeres, defensores de los derechos humanos y del medio ambiente o miembros del colectivo LGTBI+), desde entonces caló hondo la esperanza de encontrar soluciones negociadas a los conflictos no convencionales que aún siguen. La gran paradoja es que el aparente fin de ciclo de la violencia armada coincidió con la aceleración de las mayores migraciones internacionales de la Historia de la región: el éxodo venezolano.
Venezuela fue históricamente uno de los destinos favoritos de la inmigración en América del Sur y como “país de brazos abiertos” recibió indistintamente a europeos, asiáticos, colombianos víctimas del conflicto armado, exiliados de las dictaduras del Cono Sur y trabajadores de dentro y fuera de la región atraídos por el boom petrolero de los años setenta. Hoy, sin embargo, Venezuela experimenta la peor crisis económica, política y social de su historia. Aun teniendo las mayores reservas petroleras del mundo, junto a Honduras, Nicaragua y Haití se considera la cuarta nación más pobre de la región y, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), en 2019, su economía se contraerá un 25%, a la vez que su nivel de inflación alcanzará el 10.000.000%.
Venezuela vive hoy la mayor crisis humanitaria de su historia, y una de las principales consecuencias de este proceso es la salida masiva de personas»
Las consecuencias de esta situación son gravísimas. Aunque en el país no se publican datos oficiales desde hace algunos años, según la última Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela (Encovi, 2017), la pobreza por ingresos asciende al 84%, mientras que el 80% de los hogares venezolanos afronta inseguridad alimentaria. A la pobreza y al hambre, se suman los problemas de atención médica y de escasez de medicinas, la inseguridad y el aumento del crimen organizado, los reiterados cortes de agua y luz, y un sinfín de dificultades que afectan el día a día de la población. En definitiva, Venezuela vive hoy la mayor crisis humanitaria de su historia, y una de las principales consecuencias de este proceso es la salida masiva de personas.
La emigración venezolana está constituida por 3,4 millones de personas y, de acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), si se mantiene la crisis actual, podría alcanzar los 5 millones a finales del 2019. En la práctica, 5.000 personas salieron diariamente de Venezuela en 2018 y, aunque existen venezolanos viviendo en España, Estados Unidos y otros países, la mayor parte (2,7 millones) del éxodo es intrarregional, es decir, se concentra en América Latina y el Caribe. Colombia es el principal receptor de migración venezolana, seguido por Perú, Chile y Ecuador, pero ningún país permanece ajeno a este fenómeno.
La migración venezolana se caracteriza por flujos mixtos que incluyen desplazamientos forzados y migraciones más o menos voluntarias. Como fenómeno, genera efectos heterogéneos, tales como la pérdida de capital humano para el país emisor, al tiempo que supone numerosos desafíos económicos, políticos y sociales para los países de llegada, caracterizados estructuralmente por carencias y problemas a la hora de garantizar los derechos de sus propias poblaciones.
Ante este panorama y la elevada politización del flujo migratorio venezolano, a excepción de Uruguay, Brasil y Argentina que extienden la Residencia Mercosur a los venezolanos, o Ecuador, que reconoce la visa Unasur, los países de la región han expresado formas de solidaridad limitadas que incluyen respuestas, sobre todo nacionales y discrecionales, permisos de residencia especiales y de carácter temporal, así como una falta mayoritaria, salvo México, de la aplicación de la definición ampliada de refugio que se encuentra en la Declaración de Cartagena de 1984.
Aunque ha habido proyectos de cooperación regional como las iniciativas del Grupo de Lima y el Proceso de Quito, los países latinoamericanos y caribeños han respondido ante el éxodo venezolano de manera unilateral, obviando que ninguna medida aislada es suficiente y que se necesitan respuestas en diferentes niveles: local, nacional y regional. Por si fuera poco, las “buenas intenciones” y las declaraciones iniciales de solidaridad para con “nuestros hermanos venezolanos”, progresivamente han dado paso a medidas restrictivas al ingreso, permanencia y disfrute de derechos de esta población.
Así, a la tragedia del vecino país, es preciso sumar las políticas de mano dura que no frenan la migración, sino que aumentan la vulnerabilidad de los migrantes y empujan a las personas a desplazarse en condiciones cada vez peores, lo que contribuye al surgimiento de pasos irregulares (trochas), a la trata y tráfico de personas, a la imposibilidad de regularización de su estatus migratorio, y con ello, a la profundización de fenómenos como la explotación laboral, la violación de derechos humanos y el aumento de la precariedad, el racismo y la xenofobia en los países de llegada.
Tras el giro conservador de la región, lejos parecen haber quedado los recientes y reiterados llamados de los países latinoamericanos a no criminalizar la migración, a fomentar y a respetar los derechos de los migrantes y sus familias, o el proceso de construcción de una ciudadanía regional. Aunque América Latina y el Caribe siguen siendo una región principalmente de emigración, la experiencia venezolana está demostrando que los desplazamientos humanos han venido para quedarse y convocan a los Estados y a otros actores a que pongan en práctica los discursos y políticas basados en derechos humanos, de los que ha hecho alarde la región en materia migratoria.
Independientemente de las posturas ante el Gobierno venezolano, dicho éxodo supone un desafío regional que requiere un tratamiento multilateral y la formulación de políticas públicas integrales, no solo migratorias. Para ir más allá de las buenas intenciones, es urgente pensar que los migrantes venezolanos buscan un presente, pero sobre todo un futuro que tienen derecho a conseguir. En este escenario, cabe a los países de la región la responsabilidad y la oportunidad de brindárselo.
Autor
Cientista política. Profesora de Relaciones Internacionales de la Universidad Federal Rural de Rio de Janeiro (UFRRJ) y del Postgrado en Ciencia Política de la UNIRIO. Doctora en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid.