El 16 de octubre, Día Mundial de la Alimentación, llegó con una advertencia tan clara como inquietante: los sistemas alimentarios actuales amenazan la salud humana y la estabilidad del planeta. Según el nuevo informe Comisión EAT–Lancet 2025, lanzado el pasado 2 de octubre, nuestras formas de producir y consumir alimentos son responsables de cinco de los seis límites planetarios ya sobrepasados. Comer se ha convertido, paradójicamente, en el acto más peligroso para el propio planeta. Pero también puede ser el camino hacia su sanación.
El nuevo pacto entre humanidad y planeta
Desde la primera publicación del informe, en 2019, el contexto ha cambiado dramáticamente. La pandemia, los conflictos y la inflación alimentaria global han ampliado las brechas sociales y ecológicas. Sin embargo, la alimentación continúa siendo el eje que conecta salud, justicia social y sostenibilidad ambiental.

Más de la mitad de la población mundial no puede acceder a una dieta saludable. La paradoja persiste: mientras el hambre crece, también lo hace la obesidad. Y detrás de esa doble carga se oculta un sistema que devora recursos naturales, destruye bosques y libera un tercio de los gases de efecto invernadero.
La Comisión propone una “gran transformación alimentaria”: un cambio profundo en qué comemos, cómo lo producimos y quién se beneficia. No se trata solo de un ajuste técnico, sino de un nuevo contrato ético entre la humanidad y la Tierra.
La dieta planetaria: salud para las personas, equilibrio para el planeta
El núcleo del informe es la Dieta de Salud Planetaria, un modelo flexible y culturalmente adaptable que combina ciencia y sentido común, en donde domina lo vegetal, como granos integrales, frutas, legumbres y frutos secos. Los alimentos de origen animal se consumen en cantidades moderadas, con límites estrictos para la carne roja y los azúcares añadidos.
Adoptar esta dieta podría evitar 15 millones de muertes al año, equivalentes al 27% de la mortalidad global. También reduciría de manera significativa las enfermedades crónicas y los costos sanitarios. Cada plato equilibrado se convierte así en una acción climática silenciosa, pero decisiva.
No se trata de imponer una única forma de comer. La Comisión defiende la diversidad cultural alimentaria: desde la quinoa andina hasta el maíz mesoamericano, la yuca amazónica o los frijoles del Caribe. La clave es la proporción y el respeto a los límites ecológicos.
La injusticia alimentaria: cuando el hambre y el exceso conviven
La nueva edición del informe de EAT–Lancet incorpora algo ausente en 2019: la justicia social. La desigualdad atraviesa el sistema alimentario desde la semilla hasta el plato. Casi la mitad del planeta vive por debajo de los umbrales sociales básicos: sin acceso a alimentos saludables, sin salarios dignos, sin voz política. Mientras tanto, el 30% más rico de la población es responsable del 70% del impacto ambiental global derivado de la comida.
Esta asimetría convierte la alimentación en un espejo de la injusticia global. La comida barata se paga con trabajo precario, contaminación y pérdida de biodiversidad. Comer bien es un privilegio, cuando debería ser un derecho.
EAT–Lancet plantea tres pilares de justicia: distributiva de quién gana y quién pierde, representacional de quién decide e identitaria de quién es visto y escuchado. En suma, un llamado a descolonizar la mesa mundial.
América Latina ante el desafío
La Comisión no cita regiones, pero América Latina está en el centro del dilema. La región más biodiversa del planeta se ha convertido en una de las más dependientes de monocultivos, carne y productos ultraprocesados. Países como Brasil, México, Argentina y Ecuador reflejan ese desequilibrio: exportan alimentos, pero importan enfermedad. La “dieta de la abundancia” latinoamericana “rica en calorías y pobre en nutrientes” ha desplazado saberes tradicionales y ecosistemas enteros. La dieta planetaria, sin embargo, no es una amenaza a nuestras culturas culinarias; es su posible renacimiento.
Recuperar las dietas tradicionales saludables (la milpa, el ceviche de maíz y pescado, las legumbres criollas, las frutas nativas) puede ser el modo más eficaz de alinear salud, identidad y sostenibilidad. Volver al origen es, paradójicamente, un salto hacia el futuro.
Nueve fundamentos para un sistema justo
El informe propone nueve “fundamentos sociales” para un sistema alimentario justo, que se resumen en acceso a dietas saludables, entornos no tóxicos, clima estable, trabajo digno, representación política, equidad de género y respeto por los pueblos y territorios. Ninguno de estos pilares puede sostenerse si se ignora el vínculo entre alimentación y derechos humanos. La Comisión lo dice sin rodeos: no puede haber justicia sin alimentos justos, ni sostenibilidad sin redistribución.
También advierte que las soluciones técnicas como agricultura “inteligente”, etiquetas verdes o nuevas proteínas son inútiles sin justicia estructural. No basta con producir mejor; hay que producir distinto, bajo nuevas reglas de equidad y corresponsabilidad.
Políticas y acciones: ocho pasos hacia 2050
El horizonte propuesto es claro: lograr sistemas alimentarios saludables, sostenibles y justos para 2050. La hoja de ruta incluye ocho prioridades:
- Crear entornos alimentarios que faciliten dietas saludables y asequibles.
- Proteger las dietas tradicionales.
- Implementar una intensificación ecológica de la agricultura.
- Detener la conversión de ecosistemas intactos.
- Reducir las pérdidas y el desperdicio de alimentos.
- Garantizar trabajo digno en toda la cadena alimentaria.
- Ampliar la representación y la voz de los pequeños productores.
- Proteger a los grupos marginados.
El informe recuerda que el costo de actuar (200.000–500.000 millones de dólares anuales) es mucho menor que el de no hacerlo: el sistema alimentario actual genera pérdidas de 15 billones de dólares al año, la mayoría asociadas a enfermedades y degradación ambiental.
Un nuevo sentido de responsabilidad
El mensaje de fondo es tan ético como científico: comer es un acto político. Cada elección alimentaria puede erosionar el planeta o regenerarlo. La transición hacia dietas saludables y sostenibles no se logrará solo con información; requiere poder, financiamiento y justicia. Significa redistribuir recursos, frenar la concentración corporativa y empoderar a las comunidades locales.
En América Latina, esta transformación pasa por políticas que integren agroecología, soberanía alimentaria y salud pública. No hay transición verde sin campesinos vivos, ni justicia alimentaria sin justicia laboral.
Hacia la gran transformación alimentaria
La Comisión cierra con una advertencia: el tiempo se agota. Cada año de inacción acerca más el colapso ecológico y alimentario. Pero también ofrece esperanza: si el mundo adopta la dieta planetaria, intensifica ecológicamente su producción y reduce el desperdicio, aún es posible alimentar a 9.600 millones de personas dentro de los límites del planeta. El desafío no es técnico, sino moral. No se trata de “salvar el planeta”, sino de reaprender a habitarlo. El Día Mundial de la Alimentación debería recordarnos que el futuro de la humanidad se cocina hoy, en cada mesa, en cada campo y en cada decisión colectiva.











