La destitución de Dina Boluarte no sorprendió a nadie que siguiera de cerca la lenta descomposición del régimen. Más que una crisis coyuntural, su caída sintetiza el agotamiento de un modelo político que perdió toda capacidad de representación. Perú vive desde hace años en una especie de limbo institucional: formalmente democrático, pero sin una democracia vivida, sin ciudadanía que se reconozca en sus autoridades ni en las reglas del juego. La vacancia del 10 de octubre fue solo el último gesto de un sistema que se consume en su propio descrédito.
Boluarte llegó al poder como resultado de un proceso anómalo. Heredó la presidencia tras la destitución de Pedro Castillo, el maestro rural que había irrumpido con la promesa de una política distinta y terminó devorado por un entramado institucional hostil y un Congreso decidido a impedir cualquier intento de redistribuir el poder o cuestionar los privilegios históricos. La caída de Castillo fue presentada como una defensa del orden constitucional, pero en realidad abrió la puerta a un gobierno sin legitimidad social, sostenido por las élites económicas y por una coalición parlamentaria que nunca escondió su desdén por el voto popular. Desde entonces, el país quedó en manos de un Ejecutivo sin respaldo y de un Congreso convertido en árbitro de la política.

Durante casi dos años, Boluarte gobernó con el discurso de la “mano firme”, prometiendo restablecer el orden y garantizar la estabilidad. Pero en la práctica, su administración profundizó la distancia entre el Estado y la sociedad. Las protestas sociales que sacudieron el sur andino tras la caída de Castillo fueron reprimidas con una violencia que dejó decenas de muertos. El mensaje fue claro: la estabilidad valía más que la vida. La respuesta autoritaria al conflicto marcó el quiebre definitivo de la legitimidad gubernamental. En el Perú profundo, el Estado volvió a ser percibido como un aparato ajeno, centralista y punitivo. Esa fractura social, que lleva décadas gestándose, terminó de romper cualquier posibilidad de consenso.
La inseguridad, la inflación y la corrupción completaron el cuadro. El llamado “Rolexgate” —la investigación por una colección de relojes de lujo no declarados— fue apenas la chispa que encendió la mecha. No fue el escándalo en sí lo que destruyó a Boluarte, sino lo que simbolizó: un poder desconectado, incapaz de comprender la indignación de una ciudadanía que sobrevive en la informalidad y la precariedad. En un país donde millones viven con salarios insuficientes, la ostentación del lujo en la cúpula política adquirió el carácter de afrenta moral. Cada reloj se volvió metáfora del divorcio entre el Estado y el pueblo.
El Congreso, por su parte, aprovechó el desgaste de la presidenta para consumar la vacancia. No lo hizo por convicción ética, sino por cálculo político. En el Parlamento peruano, los discursos sobre moral y legalidad suelen ser instrumentos de poder, no principios. Lo paradójico es que un Congreso con niveles de aprobación inferiores al 10 % se arrogue el derecho de destituir a una presidenta igualmente impopular en nombre de la “voluntad popular”. En esa dinámica circular, todos ganan poder mientras la ciudadanía lo pierde. Lo que en teoría debería ser un sistema de pesos y contrapesos se ha transformado en una guerra de desgaste mutuo donde la política se reduce a supervivencia.
La asunción del presidente interino José Jerí no representa una salida, sino la continuidad del vacío. Jerí, un político sin trayectoria nacional, asume un país exhausto, sin horizonte ni confianza. Hereda no solo una crisis institucional, sino una fractura social que atraviesa clases, territorios y generaciones. Su principal desafío no será mantener el orden, sino devolverle sentido a la palabra “democracia”. Porque en el Perú contemporáneo, la democracia se ha vuelto un ritual sin contenido: elecciones regulares, congresos volátiles y presidentes que duran lo que tarda en agotarse su crédito mediático.
La raíz del problema es estructural. El modelo político peruano, consolidado tras el fujimorismo, apostó por una democracia mínima: mercado sin Estado, crecimiento sin redistribución, formalidad constitucional sin inclusión social. Se privilegió la estabilidad macroeconómica sobre la cohesión social, y el resultado ha sido una ciudadanía cínica, descreída y frustrada. El desencanto no nace del exceso de democracia, sino de su ausencia sustantiva. Cuando las instituciones sirven más a los intereses de unos pocos que a las necesidades de las mayorías, la legitimidad se erosiona hasta desaparecer.
Desde una mirada regional, el caso peruano es un espejo que refleja una tendencia más amplia en América Latina: la fatiga democrática. Gobiernos que administran la desigualdad, élites que confunden estabilidad con inmovilidad, y sociedades que ya no creen que votar cambie algo. En este contexto, los populismos de distinto signo florecen no como causa, sino como síntoma del fracaso de la representación. Perú es quizás el laboratorio más extremo de esa patología: un país donde la política se ha vaciado de contenido y donde la palabra “reforma” se pronuncia con cinismo.
Boluarte fue, en ese sentido, una figura trágica: una presidenta sin partido, sin base social y sin relato. Gobernó de espaldas a la ciudadanía, apostando a la represión y al discurso tecnocrático, creyendo que la autoridad se sostiene con decretos y no con legitimidad. Pero su caída no debería interpretarse como una victoria de sus adversarios, sino como una advertencia. Cuando los gobiernos de la élite fracasan, no triunfa la democracia, sino el vacío. Y en ese vacío, el autoritarismo siempre acecha.
El reto, entonces, es reconstruir el pacto democrático desde abajo. Eso implica reconocer las demandas postergadas del sur andino, la desigualdad estructural que divide al país y la necesidad de un Estado que proteja, en lugar de castigar. La izquierda moderada —esa que cree en la justicia social sin renunciar a la institucionalidad— tiene la oportunidad de plantear una agenda renovadora: no populista, sino popular; no rupturista, sino incluyente. Un nuevo contrato social que devuelva sentido a la política y que haga de la igualdad una condición de la democracia, no su promesa incumplida.
La vacancia de Dina Boluarte cierra un ciclo, pero no inaugura otro. Es el último acto de una democracia fatigada que necesita reencontrarse con su propia sociedad. Si el Perú no asume la tarea de reconstruir el vínculo entre Estado y ciudadanía, seguirá atrapado en su bucle de crisis permanentes, entre la república formal y la nación ausente. Porque el problema del Perú no es la inestabilidad: es la indiferencia. Y cuando la gente deja de creer que el poder le pertenece, la democracia deja de existir, incluso antes de caer.











