La pobreza en América Latina y el Caribe ha aumentado después de la pandemia y las recientes turbulencias económicas mundiales y ha vuelto a afectar a casi un tercio (29%) de la población latinoamericana y caribeña, mientras que la pobreza extrema alcanza al 11%. Lo que aquí me interesa es la composición interna de este indicador de pobreza. El Informe Regional de Desigualdad EconoNuestra de OXFAM contrasta “la población afrodescendiente (24,3% en pobreza) e indígena (43,1% en pobreza) frente a la no indígena ni afrodescendiente (19,4% en pobreza)”. Estos datos nos remiten a procesos desarrollistas que producen resultados sesgados en contra de los descendientes indígenas y afro. Por tanto, a una situación de racismo estructural. Un diagnóstico bien conocido.
Las cifras citadas expresan relaciones económicas, pero al mismo tiempo remiten a procesos de desigualdad de índole no económica. Como señalo en mi libro “Racismo y poder en Bolivia” (OXFAM/FES, 2021), en nuestras sociedades las personas que nacen indígenas (un hecho social, no económico) tienen más posibilidades de ser pobres –en este momento, como hemos visto, el doble de posibilidades– que quienes no lo son. También tienen más posibilidades de recibir menos educación, habitar peores viviendas, gozar de una menor expectativa de vida, sufrir más alcoholismo y otras enfermedades prevenibles, cumplir trabajos duros y alienantes que comiencen en la infancia, etc. El Informe anota estas desigualdades con el apelativo de “interseccionales”, pero no se detiene en ellas.
José Carlos Mariátegui señaló en los años 30 del siglo XX que “el problema del indio es el problema de la tierra”. Por supuesto, el indio no es un problema para la sociedad. Es la sociedad, en cambio, la que es un problema para el indio. Este tiene a la sociedad como problema porque viene de una “expropiación originaria” en la que le fueron arrebatados sus capitales: no solo los productivos, como la tierra, sino también los educativos, culturales (el lenguaje) y, sobre todo, los capitales simbólicos. Esta situación de sustracción y falta, de origen histórico, se ha perpetuado con el tiempo, y se ha justificado con toda clase de discursos racistas y negacionistas.
Lograr la igualdad étnico-racial en el continente exige corregir esta expropiación masiva, que solo en parte es económica. El vaciamiento de los indígenas durante cinco siglos ha sido mucho más complejo y amplio que el identificado por Mariátegui. Los marxistas del siglo XX no concebían las privaciones culturales y simbólicas como fundamentales; para ellos, gracias a la revolución, los indígenas de todas maneras iban a “civilizarse”, es decir, a superar la “barbarie” en la que vivían desde la Colonia, a “mejorar su higiene”, a aprender castellano, etc. Su posición a este respecto era análoga a la de los liberales de la misma época, con la diferencia de que estos hacían descansar el cambio en la educación y la expansión del capitalismo. La historia intelectual prueba que se puede plantear el progreso económico y educativo de los indígenas y los afrodescendientes dentro de un cuadro ideológico racista.
La concentración en el aspecto económico del “problema” ha sido muchas veces un medio de negar las condiciones históricas heredadas. Para los liberal-libertarios, hoy de moda, la completa desregulación de los mercados, inclusive los educativos, permitiría cumplir el lema: “a cada quién según sus méritos”, que a ellos se les antoja como la superación automática de la desigualdad étnico-racial. Por supuesto, se niegan a considerar el carácter históricamente determinado de tales “méritos”, por ejemplo de la habilidad para usar el castellano y otros idiomas europeos. Creen que dar reglas iguales a individuos desiguales produce igualdad. O, en todo caso, que libra al mundo de la “injusticia” de darles a las personas carenciadas una recompensa por una razón que no sean sus “méritos”.
Esta concepción negacionista del pasado colonial y sus determinaciones en el desempeño presente de las personas se está haciendo cada vez más fuerte en nuestros días, y ha cancelado algunas de las acciones adoptadas en las décadas pasada en contra de la desigualdad producida por el racismo estructural de las sociedades poscoloniales y post-esclavistas.
El economicismo neoliberal puede ser un importante obstáculo para la emancipación indígena, en particular porque es asumido por muchos descendientes indígenas como una estrategia de integración social; sin embargo, con el tiempo se va probando que hacer dinero no ha cambiado la condición subalterna de estos, justamente porque la opresión que sufren es mucho más amplia que la que emana de la disparidad de ingresos.
Los sucesivos procesos de modernización de la región han ido devolviendo a los indígenas algunos de los capitales que les fueron arrebatados. Los más fáciles (¡!) de restituir parcialmente han sido los económicos y educativos. En cambio, el prestigio social, cultural e idiomático perdido ha resultado, y resulta hoy, mucho más difícil de recobrar. Muchos indígenas escapan del racismo estructural de las sociedades en las que viven por medio de la asimilación, es decir, tratando de apartar de sí mismos las peculiaridades de su identidad y adoptando abiertamente la identidad dominante. Pero este proceso tiene un carácter profundamente desigualador. Del “blanqueamiento” siempre saldrán mejor librados quienes ya posean, de antemano, una mayor blanquitud. Los demás se quedarán a medio camino, postulándose como “nuevos mestizos”, pero sin ser completamente aceptados como tales por los mestizos tradicionales. Así es cómo se multiplican las desigualdades no económicas, se forma una escala jerárquica que, partiendo de la colocación tradicional de lo indígena abajo y lo blanco arriba, establece una infinidad de combinaciones intermedias y está entrecruzada por múltiples disputas racistas entre los grupos identitarios.
Sin embargo, el racismo no está indistintamente orientado, como plantea a menudo el negacionismo. No hay “racismo a la inversa”. Las luchas racistas siempre buscan atribuir a los otros una mayor negritud o indigenidad y a los propios una mayor blanquitud. El racismo siempre es anti-indígena y anti-afro, así lo actúen indígenas y afrodescendientes.
Esto es así porque los procesos sociales latinoamericanos ocurren dentro de una estructura histórica específica, la modernidad euro-centrista y USA-centrista, que establece las coordenadas dentro de las cuales van a moverse las ideologías dominantes (imaginarios, estéticas y deseos colectivos, formas de “racionalidad”, industrias culturales, etc.) Y esta estructura es agonista: da el valor de “modernos” y “progresistas” a los capitales de las élites blancas, que se identifican con sus homólogas europeas y estadounidenses (aunque estas no las reconozcan como iguales), y desvaloriza los capitales indígenas y afro como “tradicionales”, “pasatistas” y, a lo más, “folclóricos” o “diversos”.
Esto significa que la superación del racismo estructural, es decir, de la propensión social a reproducir infinitamente la desigualdad étnico-racial, demanda una transformación de esta estructura o, mejor dicho, de cómo vivimos en ella. Se requiere cambiar el inconsciente de la modernidad, marcado por las gravísimas expoliaciones de 500 y pico años. Se necesita la descolonización.
Autor
Periodista y escritor. Ganador del premio Gustavo Rodríguez Ostria de ensayo, Bolivia. Autor de "Racismo y poder en Bolivia" (2021) y de "racismo en Bolivia" (2022).