Tomado al pie de la letra, el ecosistema de la información actual parece algo revolucionario, con sus pantallas brillantes, sus conexiones invisibles, sus sensores omniscientes y su velocidad instantánea de comunicación y procesamiento de datos. El innovador aparato tecnológico, dotado de técnicas avanzadas de organización algorítmica y representación digital de la información, es capaz de aportar más previsibilidad a los resultados de las acciones humanas, anticiparse a los fenómenos naturales, aumentar la eficiencia de los procesos productivos, ampliar el potencial artístico y científico y mitigar los riesgos inherentes en la planificación de las más diversas actividades de la vida, garantizando agilidad, comodidad, eficacia y seguridad.
Sin embargo, un examen más detallado de las formas dominantes actuales de producción, circulación y consumo de información revela una gran cantidad de dilemas éticos, resultantes de las contradicciones que se esconden bajo la fina piel de vidrio y plástico de los dispositivos que porta la mitad de la población mundial en el bolsillo. Entre estas contradicciones, tenemos la conexión ampliada que fomenta el aislamiento individual; la red social que fragmenta la esfera pública; inteligencia artificial que hipertrofia la estupidez humana; aprendizaje automático que promueve la ignorancia de las personas; la memoria computacional que forja la amnesia cerebral; la aceleración tecnológica que aniquila el tiempo libre; la flexibilización del trabajo que lleva a los trabajadores al exceso de trabajo; libertad de expresión que da lugar a discursos de odio; acceso a información eclipsado por el oscurantismo negacionista; la sociedad de la hiperinformación que marca el comienzo de la era de la desinformación.
Todas estas contradicciones, están relacionadas con un hecho histórico determinante: el advenimiento de un nuevo régimen informativo en el siglo XXI, en el que las nuevas formas de producción, circulación y consumo de información están sujetas a viejas relaciones sociales del modo de producción capitalista, hoy metamorfoseados en su versión digital. Se trata de un régimen que, dialécticamente, conduce a la miseria informativa.
El escenario principal de este nuevo régimen informativo es Internet, una red de interconexión descentralizada que permite la circulación de datos digitales a través de dispositivos electrónicos inalámbricos. Desarrollada en un contexto militar durante la Guerra Fría, la red comenzó a ser utilizada, a partir de los años 1970, por universidades y centros de investigación norteamericanos con fines de comunicación científica, y adquirió contornos globales a finales del siglo XX, cuando se convierte en el punto de convergencia de una antigua entidad abstracta, que adquiere rasgos místicos en la sociedad capitalista: el mercado.
En 1995, cuando la red informática ya se había expandido a Europa, Australia y Asia, y llegaba tímidamente a África y América Latina, se eliminaron todas las restricciones al uso de Internet para el tráfico comercial en Estados Unidos, y el entorno online pasó a ser libre en el sentido liberal del término: ser explotado económicamente al máximo. Desde entonces, nuevos productos, nuevos servicios, nuevas formas de mediación y clasificación de la información y nuevos procesos de producción, circulación y consumo de bienes se han creado como resultado de una serie de disrupciones tecnológicas, término en boga utilizado para referirse a los avances en tecnología que promueven cambios radicales en la economía, la política, la cultura, la ciencia y la vida social en general. Dentro de la sociedad capitalista, las disrupciones tecnológicas están lideradas principalmente por empresas comerciales, gestionadas de acuerdo con los intereses económicos de sus propietarios y accionistas.
En los lugares y circunstancias del tiempo histórico en los que prevalece la forma social capitalista, el rasgo central del régimen de información dominante es la subsunción de los modos de producción, circulación y consumo de información a los imperativos de la valorización del capital. De ahí la profusión de expresiones en la literatura científica de las últimas décadas, como capitalismo digital, capitalismo informacional, capitalismo cognitivo, capitalismo de plataforma, capitalismo 24 horas al día, 7 días a la semana, capitalismo centrado en datos o capitalismo de vigilancia.
Abstrayendonos de las diferentes perspectivas teóricas (y a veces antagónicas) que sustentan cada uno de estos términos, lo que llama la atención es una gran variedad de predicados que hacen referencia al mismo sujeto histórico supersensible, el capital, que durante los últimos cinco siglos ha asumido la dimensión mercantil, industrial y social formas financieras, hoy conjuntamente activas en la llamada “era digital”.
Es cierto, afirma el filósofo Luciano Floridi, que la tecnología ha ayudado a la humanidad a delimitar períodos de su historia, como vemos en la llamada Edad de Piedra o Edad del Hierro. Sin embargo, al hacerlo, es necesario evitar caer en el instrumentalismo superficial que incendia las innovaciones tecnológicas de la era digital, y prestar atención a las determinaciones políticas y económicas que dan forma al modo dominante de producción de información. Sólo así podremos establecer una crítica emancipadora de la tecnología, que tenga en cuenta el papel preponderante de las corporaciones de Internet en la arquitectura fluida del capitalismo global contemporáneo.
En esta dirección, la primera determinación a destacar proviene del reconocimiento de que la información, proveniente de datos y metadatos que son producidos por las personas en su uso diario de las redes digitales, tanto en el trabajo como en el ocio, es ahora esencial para los modelos de negocios del mundo y los mayores conglomerados tecnológicos multinacionales, cuya concentración de poder económico sería inimaginable según los estándares del siglo pasado.
Un imperio así se construye sin tener en cuenta las múltiples implicaciones negativas que sus nuevos modos de producción y circulación de información traen a la sociabilidad, la cultura, la seguridad, la economía, la participación política y la salud de los individuos. Basta pensar, por ejemplo, en problemas que han cobrado protagonismo en los últimos años, como los casos de depresión, ansiedad y adicción a Internet (especialmente a los juegos electrónicos y a las redes sociales), la creación de burbujas de información que cultivan el odio, el sexismo y el racismo algorítmico, la circulación masiva de desinformación y el negacionismo científico y ambiental y otros factores que corrompen la integridad de la información, interfieren en elecciones de relevancia internacional, alientan el descrédito de la ciencia y la prensa, perjudican la lucha contra las pandemias, propagan la intolerancia religiosa y dificultan la defender la biodiversidad.
A estos flagelos se suman todas las formas actuales de explotación de la fuerza laboral, principal pilar de la sociedad capitalista, base sobre la que se asienta la superestructura del actual régimen informativo, con su marco jurídico permeable a la precariedad del trabajo y su política neocolonial que desafía las soberanías nacionales y explota minerales y mentes en el Sur global, ambos recursos esenciales para el funcionamiento de una red que está cerca de consumir el 20% de toda la energía del planeta.
Todos estos factores exigen que las ciencias humanas y sociales, y en particular los estudios críticos de la información, produzcan diagnósticos que no se limiten a describir el régimen informativo en su apariencia, sino que también revelen la esencia de los mecanismos de explotación, opresión y control social que impiden que el régimen actual sea mejor de lo que realmente es.
Extracto de la introducción al libro Miseria informativa: dilemas éticos de la era digital, de Arthur Coelho Bezerra (Editora Garamond, 2024, 140 páginas). Obtenga más información sobre el libro en http://Escritos.ibict.br/miseria-da-informacao/
Autor
Pesquisador do Instituto Brasileiro de Informação em Ciência e Tecnologia (IBICT) e professor do Programa de Pós-Graduação em Ciência da Informação do IBICT/UFRJ.