El cierre de fronteras internacionales que tuvo lugar en buena parte del mundo para contener la pandemia de COVID-19 trajo aparejadas consecuencias económicas y sociales que afectaron de muy diversas formas a la población mundial. En este marco, mujeres, niñas y migrantes son los grupos más vulnerados y, por ende, los más expuestos a la inseguridad y la violencia criminal.
Si bien esta era una tendencia en alza, según los últimos informes anuales de la Oficina de las Naciones Unidas para la Droga y el Delito (UNDOC), la llegada del COVID-19 produjo un incremento significativo de la trata de personas con fines de explotación sexual, así como también del tráfico de mujeres y niñas migrantes en toda la región.
En tiempos de emergencia sanitaria, la violencia fronteriza —militarización, inseguridad en zonas de cruce, o violencia de género— junto con la dinámica de captación interna y/o local, —perpetrada por bandas con distintos grados de complejidad organizativa— se constituyen como las manifestaciones más evidentes de la mercantilización humana por tráfico y trata. Esto ha sido alimentado, a su vez, por el agravamiento de una compleja crisis socio-económica pre-existente en la mayor parte de los países latinoamericanos.
Fronteras violentas en el Cono Sur
La violencia en sus diversas formas es un fenómeno estructural en América Latina. Con el 8% de la población mundial, la región es una de las más violentas del mundo, albergando a 41 de las 50 ciudades con tasas de homicidios más altos a nivel global. En este marco, las fronteras cumplen un rol clave en la violencia criminal, resultado en la mayoría de los casos de las interacciones del crimen organizado.
Debido a que se trata de espacios escasamente vigilados por los Estados, las regiones fronterizas son puntos neurálgicos para la violencia criminal. Allí, convergen diferentes tipos de delitos transnacionales como el narcotráfico o el contrabando de armas, fauna o personas, que suelen yuxtaponerse, generando distintas manifestaciones y grados de violencia.
De acuerdo con el Atlas de la Violencia (2018), América Latina cuenta con 36 fronteras y 155 cruces fronterizos, un 30% de los cuales tienen tasas de letalidad epidémicas. Varias de estas se concentran en América Central (Guatemala-Honduras, Guatemala-El Salvador y El Salvador-Honduras) y en algunos países sudamericanos, como las correspondientes entre Colombia y Venezuela, Bolivia y Brasil, Colombia y Ecuador, Venezuela y Brasil y Paraguay y Brasil.
En todos estos casos, la violencia fronteriza suele ser dirigida por el tráfico de drogas y la expansión de organizaciones criminales transnacionales. Estos a su vez, confluyen en las fronteras diversificando sus actividades lucrativas ilícitas por medio de otros delitos como la trata de personas y el tráfico de migrantes, especialmente de mujeres.
Algunas de las fronteras de América del Sur con mayor violencia criminal, incluida la venta de personas, mayoritariamente venezolanos, con destino a Trinidad y Tobago son el Delta Amaruco, el tráfico humano desde Zulia hasta Colombia, el paso Aguas Blancas-Bermejo en Argentina o Rumichaca en Colombia. Otros casos son la trata de mujeres en la Triple Frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay y las redes de traficantes de migrantes que conecta a las organizaciones criminales de Venezuela y Trinidad y Tobago con la connivencia policial y política de ambos países.
En este contexto, mujeres y niñas migrantes son las principales víctimas de abusos físicos, psicológicos y de violaciones a sus derechos humanos. Sin embargo, frente a este escenario, las políticas de gestión de frontera de los países involucrados suelen quedarse a mitad de camino, o son disfuncionales o incluso no existen.
La brecha sudamericana
La migración irregular a través de las fronteras internacionales es un fenómeno del que poco se sabe. De hecho, las estadísticas oficiales —basadas mayoritariamente en el número de llegadas y/o en los migrantes detenidos en frontera— son limitadas. Por su naturaleza y dinámica (rutas, perpetradores, modus operandi), este es muchas veces yuxtapuesto al delito de la trata de personas, cuando en realidad son fenómenos distintos, aunque relacionados.
Al escaso conocimiento, se suma que la mayor parte de los reportes suelen concentrarse en América Central y México, lo cual deja al resto de la región en un segundo plano. Por ello, el tráfico de migrantes en América del Sur es un fenómeno latente, pero muy poco conocido ya que no se conoce el tamaño real de la problemática o el nivel de letalidad que supone cruzar por rutas clandestinas. Ni siquiera conocemos fehacientemente esas rutas o los perfiles de las victimas y los facilitadores-perpetradores de la migración irregular. Por lo tanto, es necesario generar mayor conocimiento sobre el tráfico de migrantes en Sudamérica para definir políticas integrales que faciliten la cooperación en términos de seguridad fronteriza e intercambio de información, respetando, a su vez, los derechos humanos.
Foto de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Foter.com / CC BY
Autor
Investigadora del Centro de Estudios sobre Crimen Organizado Transnacional de la Univ. Nac. de La Plata (Argentina). Miembro de Global Initiative Against Transnational Organised Crime (GITOC) del European Consortium for Political Research (ECPR).