El ocho de octubre, en un popular programa de la televisión chilena, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, decía con orgullo, y algo de soberbia, que su país era un oasis en la región. Básicamente, argumentaba que América Latina estaba estancada. De manera resumida, Piñera señaló que Chile se destacaba hoy, dado que Ecuador estaba con grandes protestas por la eliminación del subsidio a la gasolina; Perú y Bolivia, con crisis política; Argentina y Paraguay, en recesión; México y Brasil, estancados, y «Colombia con este resurgimiento de las FARC y de las guerrillas» (sic).
No obstante, el 20 de octubre, es decir, solo doce días después de sus declaraciones sobre el oasis que era Chile, Piñera, flanqueado de militares, con toque de queda y estado de excepción declarados, señalaba que “Chile está en guerra”.
¿Cómo es posible que el presidente de uno de los países más institucionalizados de la región señale que un estallido social es una guerra?, ¿cómo es posible que en doce días un país transite de ser el ejemplo de la región a un estado de agitación social sin precedentes en su historia reciente? Si Chile, uno de los ejemplos de la región, lleva días convulsionado, ¿qué se puede esperar de los países que históricamente han sido contestatarios y que han sacado presidentes por protestas sociales? En este momento, ciertamente son más las preguntas que las repuestas. Y posiblemente cada caso tenga una en particular. No obstante, la crisis regional nos invita a tratar de buscar algunas explicaciones generales a estas realidades tan distintas.
La región está atravesando por problemas de distinta índole. Cada país tiene sus motivos específicos para el inconformismo y el malestar»
El informe 2018 del Latinobarómetro advertía una realidad compleja en la región. El documento iniciaba señalando lo siguiente: “Hace ocho años, desde el inicio de la década, los ciudadanos de América Latina se quejan de que había retroceso (…) En los 23 años que Latinobarómetro ha medido la región, nunca había habido esta percepción de retroceso tan grande”.
Esta realidad que algunos, convenientemente, no han querido ver, da cuenta de un malestar generalizado. La región está atravesando por problemas de distinta índole. Cada país tiene sus motivos específicos para el inconformismo y el malestar. Por citar algunos: los problemas de la elección presidencial de Bolivia, la crisis sociopolítica y humanitaria de Venezuela, los problemas de concentración de riqueza y desigualdad en Chile, la corrupción en Brasil, la desconfianza y la falta de institucionalización en Perú y la crisis política y económica de Ecuador.
Independientemente del motivo específico, al analizar efectos promedio en América Latina, tal como señala el Latinobarómetro 2018, se dice lo siguiente: “La ausencia de progreso es una buena medida del malestar generalizado del pueblo latinoamericano”.
No se trata de un progreso material, o de un aumento de los ingresos, o de más recursos para gastar. Se trata de un progreso integral. Se espera que el Estado, independientemente de su tamaño, sea capaz de erradicar la pobreza y no aumentarla, como ha ocurrido en Argentina. Se espera que la delincuencia sea perseguida y no que tenga impunidad como en algunos estados de México y Brasil. Se espera que los Gobiernos desarrollen políticas públicas con evidencia para responder a las necesidades de la ciudadanía y por las encuestas. Progreso implica la reducción de la corrupción o su baja tolerancia como en Uruguay, donde un vicepresidente deja el cargo por el uso de una tarjeta de crédito y por haber mentido con su profesión. Proceso es contar con las capacidades estatales para responder a las necesidades de la ciudadanía.
Después de varios años de experimentos sabemos que no existen recetas mágicas, ni neoliberales, ni bolivarianas para el progreso integral. Sabemos que no existe una única forma de enfrentar las demandas ciudadanas. No obstante, las experiencias de algunos países pueden ayudar a hacer frente al contexto muy complicado que viven otros países de América Latina. La experiencia comparada puede ser muy útil para identificar prácticas que alivien en parte el inconformismo que enfrentan algunos de nuestros países. En este sentido, un camino es generar verdaderos mecanismos que aseguren diálogos entre los diferentes actores de la sociedad. No es normal que las organizaciones de empresarios tengan línea directa con los Gobiernos y que los ciudadanos solo puedan ser escuchados cuando hay un estallido social o protestas.
En este sentido, desde hace un tiempo, el politólogo David Altman, experto en democracia directa, ha señalado (pensando en Chile, pero también como algo generalizable para cualquier contexto de protesta) que no es normal que la única forma en la que las elites escuchen sea por medio de las protestas. Cuando esto ocurre se abre una suerte de camino alternativo a la institucionalidad donde los grupos con capacidades organizativas en algunos contextos pueden fijar la agenda. No está bien naturalizar que la única forma en que se escuche a las comunidades excluidas sea la protesta. Entonces, ¿cuál es la solución? Más democracia y más institucionalización de la democracia. En este sentido, una alternativa es incluir, como en Uruguay, mecanismos efectivos de democracia directa. Por ejemplo, referéndums revocatorios de las leyes o iniciativas populares de reforma constitucional, como propone Altman.
Del mismo modo, y en estrecha vinculación con el punto anterior, pareciera existir bastante evidencia de las consecuencias de los desequilibrios para la democracia. No es sano que un gobernante esté sin contrapesos institucionales tanto tiempo en el gobierno, ya que puede recaer en él o en ella la tentación mesiánica y terminar gobernando solo para sus intereses particulares. De estas experiencias tenemos varias en América Latina y sabemos de su impacto negativo. Genera inconformismo en las sociedades el que las decisiones se funden solo en tecnocracia o, en el otro extremo, solo sobre la base de la ideología. Se necesitan ambas y que estén en equilibrio.
Queremos decir que es necesario contar con un sistema de agregación de las preferencias que tienda al equilibrio. Parte del problema en Chile es que las elites no escuchan y que tienen una institucionalidad amparada en la Constitución, que le permite no escuchar. Parafraseando al politólogo Juan Pablo Luna, el exceso de tecnocracia de la década de los noventa causó una fractura que explica el hecho de que hoy la elite política no entienda qué quiere la sociedad civil. El excesivo discurso tecnocrático hace que los políticos pierdan la conexión con la base social y tomen decisiones completamente desconectadas de la realidad, lo que aumenta el inconformismo. Por el contrario, cuando la toma de decisiones es solo ideológica se corre el riesgo de avanzar a un sistema centrado en el líder o partido que representa esa ideología.
Por último, es clave considerar que para que las democracias funcionen son importantes las instituciones que aseguran la intermediación efectiva: los partidos políticos. Sin los partidos, no es posible canalizar adecuadamente las demandas de la ciudadanía. No estamos diciendo que solo deben existir las organizaciones partidarias como mecanismo de canalización de demandas. Lo que argumentamos es que los partidos deben estar institucionalizados, con bases sólidas en la sociedad, con militantes activos, presencia nacional y, sobre todo, con capacidad para entender las demandas crecientes de la sociedad para crear acuerdos que signifiquen políticas públicas y acuerdos con base social. Parte del éxito de Uruguay es que sus partidos políticos, sus políticos, canalizan las demandas de la sociedad, dado su trabajo de base, y sus instituciones permiten la revocatoria de leyes, entre otros elementos.
Parte importante de los problemas de Perú es que no tiene un sistema de partidos institucionalizado que evite el surgimiento de líderes populistas o tecnócratas, lo que, se ha demostrado, son fácilmente permeables a la corrupción. Parte de los problemas de Chile es que la Constitución no es legítima y no permite una real democracia.
Iniciamos esta reflexión con varias preguntas abiertas sobre América Latina. La intención era despertar una provocación para debatir sobre la crisis que, en gran medida, hubo por el inconformismo ante las respuestas estatales. Hemos argumentado que esta falta de respuesta se debe, en gran parte, a la baja institucionalización de instituciones claves, como la Constitución, el sistema de partidos, la misma democracia y los desequilibrios del sistema de agregación de preferencias. Aunque sabemos que no existe una respuesta única a las crisis, estas pueden tener un impacto menor o incluso ser evitadas cuando las instituciones formales e informales funcionan. También nos preguntábamos por el caso de Chile, esa democracia que parecía un oasis en el desierto.
Lamentablemente, nos damos cuenta de que la falta de enraizamiento de las instituciones conllevó un sistema que aparentaba ser mucho más de lo que verdaderamente es, más que un oasis un espejismo. Un espejismo fundado en la falsa premisa de la que las instituciones políticas están enraizadas. Recordemos como ejercicio para enfrentar los problemas que cuando los acuerdos sociales y equilibrios institucionales no están enraizados, hasta la democracia que parece más estable puede colapsar.
Foto de simenon en Foter.com / CC BY-SA
Autor
Cientista político. Profesor asociado del Departamento de Sociología, Ciencia Política y Administración Pública de la Universidad Católica de Temuco (Chile). Doctor en Ciencias Sociales y Master en Ciencia Política por la Universidad de Chile.