Abróchense los cinturones: la inteligencia artificial ya ha invadido la vida cotidiana brasileña como los extraterrestres de Mars Attacks (1996), implosionando certezas y exponiendo vulnerabilidades. No es mera coincidencia que la misma extraña nave espacial aparezca en Bacurau (2019); después de todo, Brasil siempre parece estar lidiando con algún tipo de invasión, ya sea tecnológica, política, cultural o extraterrestre. ¿Qué nos queda ante esta turbulencia? Intentar salir de la zona de impacto, mientras la regulación de la IA se tambalea en el Congreso y el país observa, entre perplejo y resignación, el avance de las máquinas.
El desafío es monumental: ¿cómo equilibrar la innovación, la soberanía nacional, los derechos fundamentales y la seguridad jurídica sin caer en el viejo dilema del «camino corto»? El debate es antiguo, pero el tiempo apremia. Ya contamos con un mosaico de leyes —la Ley de Acceso a la Información, el Marco de Derechos Civiles en Internet, la Ley General de Protección de Datos—, pero carecemos de una regulación específica para la IA.
Lo cual, por cierto, no es solo nuestro problema. El impasse sobre cómo regular la inteligencia artificial es global. Europa, Estados Unidos y China también buscan a tientas un modelo capaz de equilibrar la innovación y la protección de los derechos, sin frenar el crecimiento ni dejar el futuro en manos invisibles del mercado. Recientemente, el Tribunal Supremo Federal lideró un debate histórico sobre la rendición de cuentas de las grandes tecnológicas. El mensaje es claro: no basta con externalizar las decisiones a algoritmos ni esperar que los gigantes digitales se autorregulen. El Estado debe asumir su papel, y la sociedad debe exigirlo.
Desde 2019, los proyectos de ley sobre IA han estado circulando en el Congreso. En 2022, un comité de expertos legales presentó al Senado el informe que dio lugar al Proyecto de Ley 2338/2023, el llamado «Marco Legal para la Inteligencia Artificial en Brasil». El proyecto superó una intensa consulta pública (35.806 votos a favor y 31.547 en contra), fue aprobado en el Senado y, desde marzo de 2025, espera la aprobación de la Cámara de Diputados. Mientras tanto, la IA avanza a un ritmo acelerado, sin necesidad de autorización.
En el extranjero, el ritmo es diferente. Según el Índice de IA de Stanford y la Herramienta de Vibración Global 2024, Estados Unidos lidera el ranking mundial de contratación en IA, seguido de cerca por China y el Reino Unido. Brasil, aunque lejos de los líderes, destaca por su crecimiento relativo: fue el segundo país con más contrataciones en 2024, con un crecimiento del 30,8%, solo por detrás de India. El ecosistema nacional de IA se está expandiendo rápidamente, lo cual es positivo, o alarmante, según se mire.
El informe «Valor en Movimiento» de PwC proyecta que la IA podría sumar hasta 13 puntos porcentuales al PIB de Brasil para 2035, si se implementa de forma responsable y con la confianza de la sociedad. Solo en 2025, el impacto estimado es de 130 000 millones de dólares. Big Tech, Big Data, Big Numbers: todo es superlativo en el horizonte digital. Pero mientras el PIB sueña, la privacidad y la autonomía de los ciudadanos se convierten en moneda de cambio. ¿Cómo podemos confiar en tecnologías que utilizan grandes volúmenes de datos sin una regulación adecuada? Esta situación provoca que cada vez más personas rechacen las condiciones que permiten que sus datos personales, recopilados automáticamente por robots en miles de sitios web, se utilicen para entrenar la inteligencia artificial.
El gobierno, al menos en teoría, está intentando avanzar. En 2021, lanzó la Estrategia Brasileña de Inteligencia Artificial (EBIA), reconociendo los impactos transversales de la tecnología. Pero en la práctica, se enfrenta a dos obstáculos: la dificultad de articulación política y la falta de infraestructura soberana. ¿El resultado? Lentitud, desarmonía y una sensación crónica de déjà vu regulatorio. El ritmo de la tecnología es exponencial; el ritmo del Congreso es glacial.
El mayor obstáculo es quizás la insuficiencia de las herramientas regulatorias: leyes arcaicas intentan contener algoritmos que aprenden por sí solos. El resultado es un vacío ético y legal, donde la innovación se desboca y las consecuencias se posponen. Como siempre, el lobby trabaja entre bastidores. Y por si fuera poco, existen desafíos históricos —infraestructuras deficientes, educación desfasada y una burocracia que parece diseñada por Kafka en sus días más inspirados— y también prácticos.
El avance de la IA puede generar crisis en cadenas de producción enteras, y aún se debate poco sobre el enorme impacto ambiental del uso masivo de estas tecnologías. Están apareciendo centros de datos en Sergipe, Alagoas, São Paulo, Río de Janeiro y otros estados, en una fiebre del oro digital que recuerda al viejo ciclo del extractivismo: demasiada prisa, muy poca reflexión.
En cuanto a la infraestructura, seguimos siendo dependientes: no tenemos suficientes cables submarinos ni producimos nuestros propios chips. Mientras tanto, Starlink de Elon Musk cubre el 90% de las ciudades de la Amazonía Legal con internet satelital, llegando a lugares a los que el Estado no puede acceder, incluyendo zonas mineras, según Ibama. Este es el vampirismo de las grandes tecnológicas: capturan miles de millones de dólares en datos mientras nosotros, voluntariamente, ofrecemos nuestra sangre, sudor y privacidad.
Sin embargo, es fundamental no confundir regulación con censura. Regular no significa restringir la libertad de expresión, sino garantizar los derechos, la transparencia y la rendición de cuentas. El debate debe estar informado, no contaminado por falacias ni alarmismo. Regular la IA —y las plataformas digitales— significa crear un entorno seguro para la innovación, protegiendo a la ciudadanía y la democracia.
Entonces, ¿qué debemos hacer como sociedad civil? Leer, informarnos y compartir contenido de calidad. En tiempos de noticias falsas y bravuconería, el contacto visual y la credibilidad personal son armas de resistencia. Es urgente presionar al Congreso y al Gobierno Federal para que prioricen la regulación de la IA. Solo así podremos avanzar en debates igualmente cruciales: cómo garantizar la soberanía digital, democratizar el acceso y educar a la ciudadanía para la inclusión cibercultural.
Brasil, con su potencial en energías renovables, puede cambiar esta situación, si así lo desea. Necesitamos plataformas digitales que respeten nuestros intereses, reglas claras y una infraestructura menos dependiente. No es fácil, pero tampoco imposible. El futuro digital del país depende de nuestra capacidad para salir de la zona de turbulencia y tomar el control del barco. Y si todo sale bien, nuestro grito no será «¡Eureka!», sino «¡Uf!», aliviados de haber dejado finalmente de intentar recuperar el tiempo perdido y, quién sabe, liderado la siguiente ola.
En colaboración con la Red Nacional de Combate a la Desinformación (RNCD) de Brasil, el Ibict y el ICIE, Latinoamérica21, junto con The Conversation Brasil, Brasil de Fato y otras plataformas aliadas impulsamos la difusión de contenidos que promuevan una ciudadanía más informada y crítica, para enfrentar la desinformación, una amenaza creciente para la democracia, la ciencia y los derechos humanos.
*Este artículo se basó en las sugerencias de los investigadores Marcelo Bressan, Leo Falcão y Rodrigo Ríos, del Laboratorio de Diseño Narrativo, Imaginación y Experiencias (NIX) de la Escuela César, y Marcelo de Carvalho, profesor de la UFF.