Cuando nos imaginamos la playa nos viene a la mente el movimiento de las olas, los partidos de fútbol en la arena o las risas de los niños chapoteando en la orilla. Sin embargo, no somos conscientes de que nuestras playas están sufriendo lo que se conoce como “estrés costero”. A corto plazo, este “estrés costero” comporta la pérdida de hábitats naturales o el deterioro de su calidad debido a las intervenciones de las personas. Pero sus consecuencias a largo plazo pueden ser incluso peores, ya que los países más afectados, además de perder sus playas, sufrirán impactos económicos y sociales incalculables.
La desaparición de las playas
La ocupación de zonas costeras en el mundo ha crecido de manera exponencial. La búsqueda de recreación en las playas, gracias a una mayor movilidad y conectividad, ha provocado que el turismo se multiplicara por cuatro en los últimos 30 años. Esto ha tenido un impacto sustancial en las economías de la región. En 2019, el año previo a la pandemia, el sector de viajes y turismo, el cual en gran medida representa al turismo de sol y playas, generó 16,9 millones de empleos, el 7,9% de la fuerza laboral total de América Latina.
Las amplias y kilométricas franjas costeras del continente americano incluyen las playas y las dunas, las cuales proveen innumerables bienes y servicios a nuestra sociedad. Precisamente las comunidades humanas en gran parte de los casos participan de la degradación de las costas, ya sea a través de la construcción en ecosistemas frágiles como las zonas de dunas u otro tipo de intervenciones. Este fenómeno, sumado al incremento del nivel del mar por efecto del cambio climático, está impactando las playas a tal punto que en algunos lugares llegan a desaparecer.
Uruguay es un caso emblemático. En lugares como el balneario Aguas Dulces, en el departamento de Rocha, el mar ha avanzado decenas de metros en las últimas décadas arrastrando cada invierno un puñado de casas construidas sobre la playa y los médanos. Durante años, los vecinos de las casas construidas en primera fila han intentado frenar el avance del mar colocando piedras y bolsas de arena lo cual apenas sirve para retrasar, con suerte, algún año o mes la desaparición de sus propiedades.
Un problema infravalorado por las instituciones
En este marco, las perturbaciones temporales como el llamado fenómeno “El Niño”, que afecta a países de toda la región, exacerban aún más la vulnerabilidad de las costas. El colapso de estos ecosistemas, además de ser una tragedia ambiental, implica la pérdida de medios de subsistencia, porque impactan a industrias como el turismo o directamente la vida de las personas que subsisten de estos ecosistemas como las comunidades de pescadores.
Los débiles esquemas de manejo y gobernanza, debido en parte a que los gobiernos de la región no son siempre conscientes de la gravedad de esta situación, no permiten un apropiado monitoreo y control de medidas de regulación. Esto ha potenciado la rápida degradación de las amplias y kilométricas franjas de costa sin que se hayan tomado apenas medidas de contención.
El continuo aumento del nivel del océano, así como la expansión de la urbanización, la industrialización y la afluencia de personas tiene consecuencias profundas en las playas y dunas, no solo por la ampliación de infraestructura en el litoral, sino por la demanda de recursos y acceso.
La falta de claridad sobre los factores de impacto, en especial en relación con los límites del ecosistema de playa, impide o limita la identificación de las instituciones responsables que deberían diseñar las normas más adecuadas. De hecho, ante la carencia de políticas amplias y a largo plazo que deberían ser diseñadas desde los gobiernos centrales, lo que termina sucediendo generalmente es que las pocas iniciativas que se toman quedan reducidas a políticas locales para afrontar problemas puntuales. Esto incide directamente en la compresión del litoral o el angostamiento de la faja costera.
Soluciones eficaces… pero insuficientes
En Quintana Roo, México, por ejemplo, bajo el liderazgo de las comunidades costeras se ha logrado consensuar soluciones sobre los derechos de acceso físico y el uso de los espacios de uso común. Además, se ha llegado a un equilibrio entre las necesidades de subsistencia de los pescadores y las exigencias de los operadores de turismo costero, y las organizaciones involucradas apoyan intercambio de información.
A pesar del éxito de algunas de estas políticas locales, el problema es que en ocasiones se intenta reproducirlas desde los gobiernos centrales en otros contextos y se termina debilitando el vínculo entre el ambiente y las comunidades.
La necesidad de un cambio de paradigma
Según las más reciente investigaciones sobre patrones, procesos y mecanismos ecológicos en las playas, es imprescindible tener en cuenta el marco social-ecológico —no sólo económico— para evaluar correctamente la vulnerabilidad de estos sistemas costeros al cambio ambiental global. Las necesidades son tan complejas que exigen el involucramiento de diversos sectores de la sociedad que no suelen interactuar y menos en temas tan complejos como la reducción de la franja costera y la erosión de las playas.
En concreto, las políticas y planes deben mantener una relación de equidad con las poblaciones locales, depositarias del conocimiento ecológico tradicional imprescindible a la hora de robustecer las estrategias de manejo de las zonas costeras.
En este marco, los gobiernos deberían empezar por preocuparse en conocer más acerca del actual estado de las zonas costeras. En las áreas más urbanizadas, tendrán que debatir y negociar con sectores como el inmobiliario y el industrial que, en última instancia, no podrán continuar poblando las costas, en parte porque a largo plazo serán sus propios negocios los que deberán enfrentar los embates del cambio climático.
Al salvar las playas, protegemos la biodiversidad, las fuentes de empleo y los espacios de recreación de propios y visitantes. Pero para ello, los políticos y tomadores de decisiones de la región deben sumar activamente, no solo a la sociedad civil y los expertos, si no también datos satelitales y el machine learning —aprendizaje automático— para definir las medidas que mejoren, fortalezcan o apoyen estrategias de manejo de ecosistemas tan complejos como las playas.
Irene Torres es asesora en política científica en el Instituto Interamericano de Investigación en Cambio Global (IAI).
Autor
Profesor e investigador en el Laboratorio de Ciencias Marinas de la Facultad de Ciencias, Universidad de la República (Uruguay). Doctor en Ciencias Marinas por el Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Mérida, México).
Asesora de ciencia y políticas en el IAI (Instituto Interamericano para la Investigación del Cambio Global) y miembro del Consejo Internacional de la Sociedad Global de Migración, Etnicidad, Raza y Salud.