En buena parte de América Latina, la oferta académica universitaria continúa respondiendo a un modelo de formación heredado del siglo pasado. Las carreras más demandadas siguen siendo Derecho, Administración de Empresas, Medicina, Ingeniería Civil o Contabilidad, entre otras profesiones tradicionales. Si bien son disciplinas valiosas, reflejan un desfase preocupante respecto a los desafíos actuales de desarrollo, tecnología y sostenibilidad global.
El mundo de hoy demanda expertos en análisis de datos, inteligencia artificial, sostenibilidad ambiental, transición energética, logística avanzada o ciberseguridad. Según el World Economic Forum, las habilidades más demandadas para 2025 incluyen pensamiento analítico, alfabetización en datos, IA aplicada, resiliencia climática y ciberseguridad.
Sin embargo, salvo contadas excepciones, estos campos emergentes no son prioritarios ni en la oferta académica ni en la demanda estudiantil en la región: de acuerdo con la UNESCO, menos del 10 % de las matrículas en educación superior en la región se concentran en programas técnicos avanzados o digitales. A esto se suma un problema estructural: muchas universidades siguen formando profesionales para resolver problemas locales y pasados. Por ejemplo, en Ecuador, más del 40 % de los nuevos graduados universitarios entre 2020 y 2023 provinieron de carreras tradicionales como Derecho, Administración o Contabilidad, según cifras de SENESCYT. Esto evidencia una desconexión entre lo que enseñan las universidades y las habilidades globales requeridas por el mercado del siglo XXI.
Este rezago no obedece únicamente a una falta de visión institucional. En gran parte de América Latina, especialmente en regiones rurales o empobrecidas, el acceso desigual a necesidades básicas como agua potable, seguridad alimentaria o conectividad digital sigue siendo una barrera estructural.
En el ámbito digital, la UIT (Unión Internacional de Telecomunicaciones) y el BID (Banco Interamericano de Desarrollo), indican que solo el 37 % de los hogares rurales tienen acceso a internet fijo, frente al 71 % en zonas urbanas. Esta brecha limita la exposición temprana a carreras tecnológicas y restringe la elección académica a opciones conocidas, “seguras” o socialmente valoradas. En estos contextos, la elección profesional se guía más por la promesa de estabilidad (como Derecho, Administración, Educación) que, por la pertinencia con el futuro del trabajo, donde se requieren competencias digitales, técnicas y globales. El resultado es un círculo vicioso: quienes más necesitan movilidad social, optan por carreras saturadas o de bajo crecimiento, perpetuando la desigualdad estructural.
Si bien las causas son profundas y estructurales, las soluciones no tienen por qué depender exclusivamente del Estado. La academia latinoamericana tiene la capacidad y la responsabilidad de liderar una transformación silenciosa pero eficiente, basada en modernizar su oferta académica alineándola con los desafíos del presente, sin esperar subsidios ni reformas gubernamentales. Una vía concreta para hacerlo es a través de programas de vinculación temprana entre universidad y empresa. Instituciones de educación superior pueden diseñar carreras o programas de formación dual donde los estudiantes realicen sus primeros años de experiencia profesional en empresas reales, sin que esto implique un costo para el Estado.
Modelos similares han sido exitosos en países como Alemania, donde el sector privado se involucra activamente en la formación de talento que necesita. Según la OECD (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), este modelo ha contribuido a que Alemania mantenga una de las tasas de desempleo juvenil más bajas del mundo: 6.2 % frente al promedio de 13.3 % en la Unión Europea.
Un ejemplo inspirador en la región es el Plan Ceibal de Uruguay, que desde 2007 ha transformado el acceso a la educación digital mediante la entrega masiva de dispositivos y conectividad a estudiantes y docentes. Reconocido internacionalmente por la UNESCO y el BID, el programa no solo redujo la brecha digital, sino que también fomentó el desarrollo de habilidades tecnológicas desde etapas tempranas, demostrando que la innovación educativa es posible en América Latina cuando existe visión a largo plazo.
Todo lo mencionado anteriormente, se concatena con orientar a una nueva elección de carreras en los futuros profesionales del país, aumentando en al menos un 30% el interés en carreras que obedecen a las exigencias del mercado actual.
A nivel macroeconómico, el vínculo entre capital humano cualificado y crecimiento económico es directo. De acuerdo con el Banco Mundial, por cada 10 % de aumento en la proporción de graduados con habilidades tecnológicas alineadas al mercado, el PIB per cápita puede incrementarse entre 0.6% y 1.1% en economías emergentes. En otras palabras, una universidad alineada con la industria no solo reduce el desempleo, sino que también genera riqueza. Además, las universidades pueden impulsar incubadoras de proyectos interdisciplinarios, donde estudiantes de diversas facultades colaboren en la resolución de problemas reales de sus comunidades usando tecnologías aplicadas. La experiencia internacional respalda este enfoque: según el Global University Entrepreneurial Spirit Students’ Survey, los estudiantes que participan en proyectos interdisciplinarios e incubadoras universitarias tienen un 56 % más de probabilidad de crear emprendimientos con impacto social o tecnológico.
En América Latina, los casos exitosos como el programa StartUP Perú o Tec de Monterrey han demostrado que los proyectos de base tecnológica incubados en universidades generan un retorno social y económico tangible. Un estudio del Banco Mundial señala que los egresados que participan en incubadoras universitarias aumentan sus probabilidades de empleabilidad en un 18 %, y en algunos casos sus ingresos en más del 20 %.
Es en estos espacios donde la Ingeniería de Datos, la Automatización, el Análisis Territorial o la Energía Sostenible encuentran no solo aplicación técnica, sino también un propósito social transformador. Desde soluciones de energía solar para zonas sin red eléctrica, hasta análisis geoespacial para combatir deforestación o mejorar sistemas agrícolas locales. Este enfoque convierte a la universidad en una plataforma activa de innovación territorial y no solo un centro de instrucción. No es necesario inventar carreras de dificil aplicación, sino rediseñar las actuales con contenidos, metodologías y alianzas que las hagan útiles para el futuro.
En una región con altas tasas de informalidad laboral y una transición digital todavía incipiente, la universidad no puede seguir preparando profesionales para problemas que ya no existen, o para sectores económicos que están en declive. La educación superior debe dejar de mirar al pasado con nostalgia, y comenzar a construir el futuro con datos, ciencia y compromiso social.