Cada 10 de octubre repetimos que es el Día Mundial de la Salud Mental. Conviene decir algo más: además de una efeméride, es un contrato social pendiente en América Latina. La salud mental dejó de ser un tema “de nicho” y se volvió infraestructura cívica. La OMS trazó la hoja de ruta en su Plan de Acción 2013–2030: prevenir, ampliar cobertura, garantizar derechos y reducir el suicidio con metas verificables.
La urgencia es generacional y también de género. Más de mil millones de personas viven con algún trastorno de salud mental y, entre los 15 y 29 años, el suicidio es la tercera causa de muerte. En mujeres y jóvenes, la carga de ansiedad y depresión crece de modo persistente. Tras la pandemia, la salud mental de los de 18–34 no recuperó niveles previos y una proporción significativa convive con distrés funcional. No es un relato: lo muestran mediciones longitudinales y los propios informes de la OMS. En América Latina, además, la inestabilidad económica, la precariedad laboral, la sobrecarga de cuidados y la inseguridad alimentan un clima emocional que no se resuelve con consejos individuales. En la encuesta WIN–Voices, realizada en 40 países, aproximadamente un tercio de las personas con hijos declara preocuparse con frecuencia por la salud mental de ellos: señal de alarma que cruza culturas y niveles de ingreso.

También conviene mirar dónde fallamos como sistemas. Según la OPS, la brecha de tratamiento en salud mental sigue siendo enorme: entre siete y nueve de cada diez personas que lo necesitan no reciben atención, según el trastorno. A la vez, el gasto público se mantiene bajo —en torno al 2% del presupuesto sanitario— y una porción desproporcionada de esos recursos aún va a hospitales psiquiátricos, en detrimento de la atención comunitaria que acerca ayuda donde la vida transcurre. Este déficit convive con un frente que la OMS elevó a prioridad: la soledad. Su Comisión de Conexión Social, lanzada en 2023, llamó a tratar la “salud social” con la misma urgencia que la física y la mental e instaló la necesidad de medir y abordar la soledad no deseada, especialmente en adolescentes y adultos jóvenes.
Argentina ofrece una fotografía que dialoga con el panorama regional y global. Con datos recientes de Voices y la red WIN en 40 países, un 63% de argentinos declara haber atravesado con frecuencia estados de ánimo negativos en el último mes, en línea con el 62% global. En la foto regional, Paraguay y Chile encabezan este ranking negativo: siete de cada diez personas reportan con frecuencia estados de ánimo negativos, señal que refuerza la necesidad de políticas de acceso y prevención en toda la región. Si ordenamos por incidencia, el cuadro queda así para la Argentina: preocupación (36% lo sufre con frecuencia), estrés (33%), cansancio (32%), dificultades para dormir (26%), soledad (23%) y sentirse abrumado/a (23%), irritabilidad (22%) y tristeza/vacío/depresión (21%). Dentro del país aparecen tres patrones nítidos. El primero, de género: las mujeres reportan sistemáticamente más preocupación, cansancio y estrés que los varones; es elocuente que la soledad sea el único indicador sin brecha de género. El segundo, etario: los de 18–24 lideran casi todos los indicadores. El tercero, socioeconómico: las personas de nivel alto reportan con menor frecuencia casi todos los estados negativos —especialmente preocupación (36% en el total frente a 29% en ABC1)—, mientras que los niveles bajos muestran mayor frecuencia de malestares, de forma particularmente marcada en tristeza, vacío o depresión.
Hay, además, una capa más honda que explica por qué esto importa. En nuestras mediciones de largo plazo en Argentina, la proporción de personas que dice que sus relaciones con otras personas son “muy importantes” cayó de un 62% en 2019 a un 47% en 2025, y quienes consideran importantes los vínculos bajaron de un 89% a un 81% en el mismo período. Ese desplazamiento ordena señales ya visibles: menos planes de maternidad o paternidad, jóvenes que evitan conversaciones difíciles, el ascenso de mascotas y plantas como compañía y la aparición de chatbots de IA como sustitutos —o complementos— de la interacción humana. Crecieron las formas alternativas de conexión, pero también se debilitan los lazos humanos.
La filosofía ayuda a nombrar este clima. Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio, describe el pasaje del deber impuesto desde afuera a la autoexigencia internalizada: el “yo puedo” como mandato, la autoexplotación celebrada como productividad y el burnout y la depresión como “patologías de la positividad”. Releerlo hoy sirve para evitar moralismos (“regulá mejor el celular”, “sumá hábitos saludables”) y mirar estructuras: tiempos de trabajo, precariedad, cuidados, inseguridad, algoritmos que colonizan la atención y el descanso. El punto no es demonizar comportamientos personales, sino reconocer que el malestar tiene determinantes sociales, culturales y económicos.
En 2022, la OMS y la OIT publicaron guías para el trabajo que recomiendan gestionar riesgos psicosociales (carga, acoso, horarios), formar a mandos medios, garantizar apoyos confidenciales y protocolizar el retorno. En escuelas y universidades, el estándar debería incluir alfabetización socioemocional, rutas de derivación y entornos de aprendizaje saludables con el mismo rigor con que se planifican currículas o infraestructura. Y el Estado debe hacer lo que solo el Estado puede: financiar a escala, integrar salud mental en la atención primaria, fortalecer la prevención del suicidio y construir sistemas de datos que permitan monitorear avances y rendir cuentas.
¿Puede el sector privado sumar sin caer en el wellness-washing? Sí, cuando pasa del discurso a rutas concretas de ayuda y a medición de impacto. En 2024, UNICEF y Spotify lanzaron “Una mente sana importa / Our Minds Matter” en siete países de la región, con un podcast co-creado con jóvenes, playlists para relajación y, clave, derivación a recursos confiables. Dove avanzó con toolkits validados para escuelas y deporte —como Body Confident Sport, junto con Nike, que fortalece la confianza corporal— y con campañas como #DetoxYourFeed frente a la belleza tóxica en redes. La lección es doble: co-crear con quienes se busca cuidar y publicar evaluaciones para que lo emocional no sea solo estética de marca. La “tecnología del bienestar” —desde contenidos de pausa hasta wearables— puede ayudar, si mide resultados (sueño, estrés, adherencia) y habilita puentes hacia servicios de salud. Alcance sin derivación es ruido.
En paralelo, hace falta una narrativa que conecte estos puntos con la vida cotidiana y con la agenda de desarrollo. América Latina tiene activos culturales valiosos —redes barriales y familiares, capital relacional, creatividad comunitaria—, pero la resiliencia no puede usarse para postergar transformaciones de sistema. El camino es conocido y exige alianzas: elevar la salud mental a máxima prioridad política; invertir más y mejor (menos muro, más territorio); profesionalizar la gestión del riesgo psicosocial en organizaciones; escalar la prevención del suicidio con estrategias multisectoriales; y pedir a marcas y plataformas transparencia metodológica y métricas de impacto que midan derivaciones y resultados, no solo alcance. No se trata de recetar mindfulness para todo ni de culpar a los individuos por cómo gestionan su tiempo. Se trata de devolverle al problema su densidad social: vivienda, ingresos, cuidados, tiempos y sentidos compartidos.
El bienestar emocional se construye con servicios cercanos, reglas claras, liderazgos formados y datos abiertos. En un continente acostumbrado a la incertidumbre, cuidar la salud mental es, además, una política de desarrollo: menos deserción escolar, menos ausentismo, más productividad sostenible, más ciudadanía. Si lo hacemos, el próximo 10 de octubre no repetiremos diagnósticos: celebraremos que América Latina decidió tomarse en serio la salud mental y empezó a cambiar no la conversación, sino la vida cotidiana de millones.











