Una región, todas las voces

L21

|

|

Leer en

La tragedia de Brasil

Diferentes estudios han puesto de relieve los efectos de la COVID-19 en contextos de desigualdad preexistente. Las personas sufren la indeterminación y los riesgos de carácter sanitario y económico dependiendo de los recursos que les permitan aislarse y cuidar a sí mismos y a otros, así como las condiciones sanitarias y de habitabilidad de sus viviendas. En otras palabras, la pandemia nos afecta colectivamente, incluyendo a Brasil, pero las jerarquías y formas de vulnerabilidad preexistentes condicionan nuestras posibilidades de hacer frente a sus efectos.

Lo mismo puede decirse del contexto político en el que se desarrolla la lucha contra la pandemia. La capacidad del Estado para hacer frente a la enfermedad y sus efectos no se construye de un día para otro. Al contrario. La historia previa de la institucionalización y la financiación de las políticas de salud condiciona las respuestas actuales, especialmente en lo que respecta a la capacidad de tratar a los pacientes que necesitan de internación. En este sentido, también podríamos discutir la capacidad de coordinación para controlar la pandemia a través de pruebas y del monitoreo masivo, así como la capacidad de ofrecer apoyo económico a trabajadores y pequeñas empresas. Todo ello nos cuenta un poco la historia reciente del Estado y, por supuesto, cómo décadas de directrices neoliberales han llevado a procesos de privatización y mercantilización, con patrones que han surgido a escala mundial, pero que varían según las disputas y resistencias políticas locales. 

En el caso de Brasil, el neoliberalismo tuvo un carácter híbrido, delimitado por la Constitución democrática de 1988, con un marcado carácter distributivo, y por un proceso político en el que los actores y partidos de centro-izquierda tuvieron un papel protagónico. El límite de esta historia es el 2016. No por la impugnación de Dilma Rousseff en sí, sino por las oportunidades que encontraron quienes lo crearon para aprobar una enmienda constitucional que comprometía el gasto público y determinaba una política de desinversión para los próximos veinte años (EC 95). En 2017 vendrían los cambios en la legislación laboral «flexibilizando» las relaciones laborales y reduciendo las garantías, ampliando, así, la precariedad laboral en un país donde la informalidad ya es de alrededor del 40%.

Pero fue en 2018 cuando el país tuvo el mayor distanciamiento de los ideales de la redemocratización y de los valores que se convirtieron en normas con la Constitución de 1988. El candidato de extrema derecha que ganó las elecciones presidenciales, después de haber sido un oscuro político durante 30 años, tipifica la convergencia entre un neoliberalismo opuesto a cualquier garantía social y un conservadurismo contrario a la agenda de derechos humanos que se ha ampliado desde mediados del siglo XX. El desprecio por la ciencia y la desconfianza hacia los científicos y los educadores se hicieron explícitos en la campaña de Jair Bolsonaro y se convirtieron, con su elección, en el desmantelamiento acelerado del sistema de ciencia y tecnología, a lo que se sumaron las sucesivas medidas para restringir la autonomía de las universidades y limitar sus presupuestos.

En una alianza que reúne a religiosos conservadores, militares resentidos por las críticas a la dictadura de 1964 y la exposición de su violencia, empresarios del sector agrícola, sedientos de desregulación ambiental, representantes de la industria armamentista, empresarios que buscan el retiro de las garantías laborales y un clan familiar cercano a las milicias, el Gobierno ha mostrado desde el principio una clara falta de preparación y respeto hacia la democracia. A un año y medio de su inicio, el presidente ha intentado ampliar su dominio a través de sucesivas crisis institucionales, con ataques y amenazas al Congreso y a la Corte Suprema. Estas situaciones han sido escenificadas por un grupo armado desenfrenado de extrema derecha que se instaló en Brasilia, y por manifestantes que, con el apoyo del presidente y los ministros, abogan por la intervención militar.

Este es el escenario en el que el Gobierno brasileño despreció la COVID-19. En actitudes que se suman al rechazo previo de los derechos humanos y la ciencia, el presidente trivializó la pandemia y el dolor de la gente, despreció las alternativas para enfrentarlo y contribuyó a la desinformación. Simbólicamente, el 2 de junio, cuando el país superó los 30.000 muertos, con 1.262 en 24 horas, el presidente declaró que «morir es normal». El 6 de junio, el Gobierno adoptó prácticas para dificultar el acceso a los datos, lo que dio marcha atrás tras la presión. Y poco después, el 11 de junio, en un directo dirigido a los simpatizantes, Bolsonaro alentó la invasión de los hospitales de campaña y reforzó, así, la desconfianza en la realidad de la pandemia y sus efectos sobre la salud

No se trata de arrebatos sueltos. Estamos hablando de una política de muerte establecida como directriz del Gobierno»

Pero no se trata de arrebatos sueltos. Estamos hablando de una política de muerte establecida como directriz del Gobierno. Durante la pandemia se ha cambiado dos veces de ministro de Salud y, actualmente, la cartera está dirigida por un ministro interino, de carrera militar y sin experiencia en la materia. El presidente, que se posicionó en contra del aislamiento social y a favor de medicinas no aprobadas científicamente, se negó a desempeñar un papel de coordinación y profundizó los conflictos con los gobernadores. Fue necesario que el Tribunal Supremo Federal se manifestara para reafirmar la competencia normativa y administrativa de los estados y municipios, lo que impidió que el Gobierno Federal creara obstáculos a las políticas estatales para contener la pandemia.

Para un Gobierno que se suma a un neoliberalismo puro y que tiene como norma la desigualdad, tampoco ha sido factible avanzar en el sentido de la responsabilidad pública de actuar ante la vulnerabilidad económica en Brasil. A principios de abril se publicó una Medida Provisional (936) que permite reducir las horas de trabajo y los salarios, con la excusa de disminuir los despidos. Además, se hizo, después de mucha presión, una ayuda mensual de 600 reales (unos 111 dólares) durante tres meses para los trabajadores del sector informal y de bajos ingresos. La prestación comenzó a pagarse el 7 de abril, y al 9 de junio había todavía 10.4 millones de solicitudes pendientes de tramitación, según el banco gubernamental responsable de los pagos. A la fecha de terminar este artículo, fue anunciada la prolongación de la ayuda por otros tres meses y con valores reducidos, a pesar de que Brasil tiene una tasa oficial de desempleo del 12,6% que alcanzaría, según algunos economistas, el 16%.

La tragedia de Brasil tiene varios componentes. El neoliberalismo, el autoritarismo, la baja capacidad de liderazgo político, el rechazo a la ciencia y el abierto desprecio por la vida son responsables de la ausencia de respuestas adecuadas a los efectos de la pandemia en Brasil. Esta inseguridad sanitaria y económica se vive en un contexto en el que los ataques a la democracia son cada vez más explícitos.

Foto de Stanislav Sedov en Foter.com / CC BY-SA


Episodio relacionado de nuestro podcast:

Autor

Otros artículos del autor

Cientista política. Profesora del Inst. de Ciencia Política de la Universidad de Brasilia (UnB). Fue presidente de la Asociación Brasileña de C. Política (ABCP). Especializada en teoría política feminista y autora de varios libros sobre democracia, género y medios de comunicación.

spot_img

Artículos relacionados

¿Quieres colaborar con L21?

Creemos en el libre flujo de información

Republique nuestros artículos libremente, en impreso o digital, bajo la licencia Creative Commons.

Etiquetado en:

COMPARTÍR
ESTE ARTÍCULO

Más artículos relacionados