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O terreno em que se joga a política

El terreno para la política en los términos en que estuvo definida durante el último siglo es precario y está a punto de desvanecerse por completo.

Uno de los argumentos que se encuentran entre las explicaciones acerca del deterioro de la política, y por ende de la aparición de individuos atrabiliarios al frente de ella, es el de que no resuelve los problemas de la gente. Por otra parte, a renglón seguido, tampoco se precisa cuáles son, fuera de cuestiones generales e imprecisas que con frecuencia son fruto de construcciones del nuevo demiurgo que son las redes sociales. Se dice, además, desde hace al menos una década, que el panorama está dominado por una situación de desencanto generalizado agudizada más aun en las nuevas cohortes que se incorporan a la vida pública.

Aunque hay algunos indicios desde la demoscopia que pudieran avalar cierta correlación entre esos aspectos, la evidencia empírica de dichas afirmaciones en términos de causalidad es bastante cuestionable. Eso es así por cuanto que no se consideran otras cuestiones alternativas vinculadas a los enormes cambios socioculturales registrados en los distintos países donde la revolución digital y el nuevo complejo tecnológico industrial juegan un papel sobresaliente.

Desde inicios del presente siglo la política se encuentra bajo los parámetros de un escenario que al menos acoge cinco aspectos: la canalización de la representación, y en buena medida de la participación, en las redes sociales; el anonimato o, si se prefiere, la expresión difusa de la anomia; la simplificación del discurso político; el peso determinante de las emociones; y el mantenimiento de patrones formales clásicos de actuación en la esfera pública. La atención de las necesidades precisas de la gente en el día a día se vertebran a través de ellos.

La confrontación hace tiempo que ha dejado de ser ideológica, en los términos clásicos acuñados hace más de un siglo -de ahí que sea tan cuestionable la utilización en el presente del binomio izquierda y derecha-, o de proyectos de sociedad y de ejecución de políticas públicas, diseñados de manera racional. En su lugar la liza se sitúa en escenarios definidos por asuntos identitarios en los que los afectos y sus relatos interpretativos tienen mucho que ver. Las denominadas guerras culturales han terminado constituyendo el lugar pasional central de la pugna política.

Tres términos -diversidad, equidad e inclusión-, cuyas iniciales (DEI) constituyen un glosario de actuación política, fuera primero a favor o, como sucede ahora, en contra, han configurado parte de la batalla que ha lidiado la política. Una triada larvada durante décadas de una revolución inequívocamente cultural pero alzada también en relación con cambios de naturaleza económica y social. Durante medio siglo han sido los ejes de iniciativas destinadas a combatir el racismo sistémico, la discriminación de la mujer, el desvelo por las minorías y el abandono de toda preocupación medioambiental, por referirme a cuatro de los aspectos más sobresalientes, que terminaron en distintos programas bajo el calificativo inicial de “acciones afirmativas”.

No obstante, y en consonancia con el profundo cambio de valores registrados desde el comienzo de este siglo, hoy viven un momento de profunda zozobra. Hasta inicios del año pasado nueve estados en Estados Unidos habían aprobado ya leyes de ese tipo, mientras que solo Washington y Nuevo México habían pasado proyectos de ley desde 2022 que exigían que las instituciones de educación superior ofrecieran capacitación en DEI o antirracismo. Ahora, un decreto ejecutivo del nuevo presidente no solo ha borrado de un plumazo su implementación en la administración pública estadounidense, sino que articula mecanismos para perseguir a sus anteriores implementadores.

Son tiempos complejos, cualquiera dirá que como siempre, pero hay tres factores que no admiten cuestionamiento alguno: la humanidad ha alcanzado, y seguirá haciéndolo por lo menos durante el próximo cuarto de siglo, su número más alto de población; el porcentaje de esta que vive en ciudades ha alcanzado la cota más alta de la historia (25% vive en ciudades de más de un millón de habitantes); y las tecnologías digitales se han expandido como nunca de manera exponencial en términos temporales y físicos. El escenario impone una aproximación a las cosas en términos probabilísticos en los que por su propia naturaleza la inteligencia artificial se encuentra en su salsa. Todo lo contrario de lo que han venido siendo hasta la fecha las principales fuentes de actuación humana. Mientras que los resultados del modelo de la inteligencia artificial son probabilísticos la verdad no lo es. ¿Qué hacer con un modelo de diseño de políticas públicas establecido mediante un algoritmo?

Buena parte de la humanidad vive en una especie de consumismo ermitaño bajo el que la triada del DEI se agazapa. Atrapada en el circuito que define la vivienda, cada vez habitada por un menor número de personas, el centro multiusos, que une lo comercial con el ocio, y el trabajo, subsiste bajo un ritmo de acción que apenas se interrumpe. Quizá el cansancio cuando no la soledad sean las notas dominantes. Millones de edificios de perfil similar, aunque respetando cierta diferencia en el estilo, cobijan a la gente en las millonarias, en población, ciudades del orbe.

La cada vez mayor diversidad se camufla en las celdas donde moran los individuos bajo el paraguas del egotismo. La equidad siempre pendiente se distrae tras la aparente pantalla de igualitarismo que dicta la supuesta pertenencia a una clase media aparentemente mayoritaria y a una inmensa comunidad acogida en la red social de turno. La inclusión, por último, queda supuestamente garantizada por el auto convencimiento del papel que juega la condición de usuario empoderado con voz en el universo mediático y como propietario inmobiliario de una mayoría no despreciable, aunque esta sea a cuenta de una hipoteca a veinte años vista. El terreno para la política en los términos en que estuvo definida durante el último siglo es precario y está a punto de desvanecerse por completo.

Pero no solo se trata de la relevancia de los asuntos culturales centrados en cuestiones identitarias que han arrinconado temas si se quiere más prosaicos de los que al parecer nadie quiere hablar. Pienso en la calidad de la educación, de la asistencia sanitaria en general, en el precio de los fármacos, en el tortuoso ir y venir durante horas de millones del trabajo a sus residencias, en la pésima calidad del agua y del aire que nos rodea. Pero también en la forma en que la política se focaliza en la oferta tan particularista como es la centralidad de las candidaturas denominadas, cada vez más, de independientes y vacías de todo contenido salvo en lo atinente al retrato robot personal construido por la agencia consultora al uso.

En efecto, una vieja cuestión ajustada a la preeminencia de pulsiones individualistas en torno a figuras prominentes está también presente como antes también lo estuvo bajo los patrones del populismo clásico. Lo diferente, sin embargo, estriba en la construcción de la oferta caudillista con tecnologías más sofisticadas y eficaces, de carácter universal, pero que igualmente usan una lógica en la que dominan cuestiones afectivas asidas a aspectos que simplifican la realidad y que reducen su resolución a términos banales binarios. Tecnologías que, por otra parte, en manos de los mayores emporios empresariales que jamás antes existieron son instrumento de alienación masiva y de socavamiento, mediante la singularidad, de las pulsiones igualitarias y libertadoras que una vez prevalecieron.

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Diretor do CIEPS – Centro Internacional de Estudos Políticos e Sociais, AIP-Panamá. Professor Emérito da Universidade de Salamanca e UPB (Medellín). Últimos livros: “O gabinete do político” (Tecnos Madrid, 2020) e “Traços de democracia fatigada” (Océano Atlántico Editores, 2024).

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