En una reciente entrevista, el ex mandatario uruguayo, José Mujica, puso el tema del ‘desarrollo’ al centro en su visión de futuro. Según Mujica, “nuestro concepto hoy de liberación nacional es empujar el desarrollo de este país, dentro de la economía de mercado, tratando de mitigar una cantidad de cuestiones negativas del reparto”. Vale la pena ponerle atención a esta frase que puede significar un relevante direccionamiento en términos de propuesta económica y política, tanto para Uruguay como para América Latina.
La actualización del concepto ‘desarrollo’ tiene, en este momento, implicancias directas con respecto al debate sobre qué dirección dar a las sociedades latinoamericanas y el formato de inserción a la economía y geopolítica global. El concepto tiene historia en gran medida a través de instituciones emblemáticas. Una antecesora fue La Corporación de Fomento de la Producción (Corfo) en Chile, creada en 1938. Pero la idea de ‘desarrollo’, toma popularidad después de la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y sus diferentes agencias. La más relevante para América Latina, en relación a nuestro tema, fue la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas (CEPAL), de 1948. Aquí hubo una participación decisiva por parte de gobiernos latinoamericanos en conexión con sus agencias de desarrollo, entre las cuales encontramos al Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) en Brasil, creado en 1952. En Uruguay se crea, en 1960, La Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE).
A partir de la década de 1950, el desarrollo se hace ideología nacional, tomando en los 1960 el nombre de ‘desarrollismo’. Esta corriente mantenía ciertos principios: 1) promoción de la industrialización dando valor agregado a los sistemas de producción, 2) papel relevante al estado, estructurando la relación entre sociedad y economía con programación a largo plazo, 3) fomento a la integración regional para crear plataformas que den mayores ventajas de escala económica y control común de cadenas de valor. Agregaría incluso los aportes con respecto a temas medioambientales. Por ejemplo, la Fundación Bariloche en Argentina, financiada por el gobierno, donde se intentó elaborar un modelo de respuesta desde los países del Sur, tomando en cuenta: el problema de agotamiento de recursos naturales, el impacto negativo del consumismo en países del centro, el problema del hambre y la necesidad de desarrollo de los países periféricos.
Durante la predominancia de gobiernos desarrollistas se da en varios países Latinoamericanos una importante reducción de la pobreza, avances sustanciales en inclusión política y social, así como aumento de la industrialización en el marco de acuerdos de integración regional, como es la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC, 1961). Con respecto a la dimensión política, hubo dos tendencias en el desarrollismo. Una democrática, representada por los democratacristianos chilenos o los sectores nacionales populares en Argentina y Brasil (en presidencias de Arturo Frondizi y João Goulart). Había también una tendencia no democrática, cuyos casos más emblemáticos fueron el gobierno dictatorial de Brasil, a partir de 1964, y el de Perú en 1968.
La corriente democrática debió enfrentar a dos grandes oponentes. Por un lado, el neoliberalismo y su prédica sobre libre comercio, privatizaciones y reducción del estado. Por otro lado, la ‘teoría de la dependencia’, de inspiración marxista, donde se rechazaba la idea misma del desarrollo. Su alternativa era la desconexión al sistema global de mercado, emulando al modelo cubano, desdeñando la ‘democracia burguesa’. Esta última era la línea que entonces defendía José Mujica.
Nadie en América Latina mantiene ya la versión autoritaria del desarrollismo, pero tampoco ha habido fuerza política real tras el desarrollismo democrático. La alternativa neoliberal sí que mantiene vigencia, como muestra el caso del presidente Argentino Javier Milei, bregando por la disminución (o desaparición) del estado. También mantiene influencia la teoría de la dependencia (o adaptaciones de ella) en gobiernos anticapitalistas, movimientos sociales y sectores universitarios. Ahora reconfigurada en nuevas perspectivas antisistémicas, con el mismo rechazo al ‘desarrollo’ que en épocas anteriores. Se propone la eliminación de la economía de mercado, favoreciendo agricultura de subsistencia, bregando por el ‘no-crecimiento’ económico y la limitación del consumo. Esto se vincula a argumentos sobre medioambiente y asimetrías de ingreso, género y etnicidad. Se propone también un alejamiento del estado, con llamados a autodeterminación de comunidades y descentralización. Vale decir, fragmentación del estado junto con desconexión a mercados mundiales, regionales e incluso nacionales.
Aunque no logra prosperar ni en Uruguay ni en América Latina, el modelo desarrollista se ha llevado adelante en países del sudeste asiático, donde ya se venían ensayando estrategias de este tipo desde antes de la segunda guerra mundial. Aquí resultó exitoso lo que se ha denominado el ‘estado desarrollista’. Ningún de estos países está siguiendo un modelo neoclásico de ‘crecimiento’. Tampoco se han alineado a las premisas ‘dependentistas’.
Contrario a América Latina, el modelo del ‘estado desarrollista’ asiático se origina en gobiernos autoritarios, lo que continúa en algunos países como China. En otros casos se transforman después en estados desarrollistas democráticos, como los son Taiwán, Corea del Sur o Japón. La mayoría parte también de niveles de pobreza y desarrollo más bajos que el promedio de los latinoamericanos a principio de los años sesenta. Logran, sin embargo, transformarse en economías de alto nivel de valor agregado, desplazando a las potencias ‘occidentales’ en los mercados mundiales. Esto, al mismo tiempo que promueven una elevación sostenida en el nivel de vida de la población, dando a la educación un papel central. Algo que se puede describir como una matriz nacional de ‘desarrollo integral’, ligada a objetivos nacionales a largo plazo.
El camino sugerido ahora por Mujica y otros no es una novedad para América Latina. Tampoco lo es para el mundo. América Latina debería, en primer lugar, aprender de las propias experiencias. En segundo lugar, mirar al mundo para inspirarse, sin copiar. Las características propias y su experiencia histórica deben ser un punto de partida, evitando evitar recurrentes errores. En tercer lugar, se deben adaptar estrategias a las demandas de nuevos tiempos históricos. La inclusión, igualdad y eliminación de asimetrías (género, etnicidad, clase…), así como el medioambiente deben ser temas prioritarios, al igual que la democracia. En cuarto lugar, hay que generar plataformas nacionales que puedan mejorar las condiciones de inserción en el sistema mundial.
La geopolítica de la integración y el desarrollo es un aspecto central en esto. Se trata de construir instituciones que busquen sinergias regionales y un manejo conjunto de recursos naturales, en conexión a políticas sociales y promoción productiva. Esto debe ir de la mano de una política cultural que genere lazos de conexión, comprensión y solidaridad entre pueblos. Se trata de conectar proyecciones territoriales a nacionales, buscando el potencial necesario para lograr autonomía geopolítica o, como dice Mujica, de ‘liberación nacional’.
Otros ya lo han hecho exitosamente. América Latina puede hacerlo también. La pregunta para los próximos gobernantes es, si quieren ser meros administradores de lo que proporciona el subdesarrollo, o si pretenden ser una verdadera fuerza transformadora de estructuras que busque un desarrollo integral y sustentable, superando la posición subordinada y participando en la construcción de una casa común global que atienda los problemas fundamentales de nuestro planeta.
Autor
Historiador econômico e professor sênior de Estudos Latino-Americanos no Instituto Nórdico de Estudos Latino-Americanos da Universidade de Estocolmo. Pesquisa questões de geopolítica e desenvolvimento.