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Globalización económica y turbulencia política en la región

Desde la caída de los precios de las materias primas en 2013, la región de Latinoamérica ha sido testigo de turbulencias políticas crecientes. Se han dado amplias protestas en Chile, Ecuador y Bolivia. El periodo de agitación política de Brasil comenzó antes con protestas contra la corrupción, lo que llevó al juicio político y a la destitución de la presidenta Dilma Rousseff. A esto le siguió la elección del presidente de derecha populista Jair Bolsonaro, que está contribuyendo a una mayor polarización política en ese país.

Independientemente de si uno cree que los acontecimientos recientes en Bolivia constituyen un golpe de Estado militar, la mayoría de los observadores aceptan que los militares desempeñaron un papel clave en la remoción de Evo Morales del poder. La Historia latinoamericana está plagada de dependencia de materias de exportación, inquietud popular (cuando no insurgencia), represión política, Gobiernos autoritarios e intromisión militar (cuando no intervención directa). Se suponía que la transición a la democracia y la liberalización del mercado de los ochenta mitigarían estos retos. No obstante, la polarización política ha empeorado. 

La actual agitación política de América Latina tiene como raíz treinta y cinco años de políticas económicas desatinadas, hechas principalmente en respuesta a la crisis de la deuda internacional de principios de los ochenta. A instancias de las instituciones financieras internacionales, que defendieron la “sabiduría convencional” de la época, se persiguieron reformas de mercado. Si bien la región ha sufrido una difícil historia de larga desigualdad socioeconómica e inestabilidad política, la globalización económica, con su agenda desreguladora del mercado, empeoró mucho estos problemas.

La privatización de las empresas públicas y el esfuerzo para promover el crecimiento de las exportaciones conllevaron concentración de riqueza, ya que solo las principales empresas nacionales estaban en condiciones de aprovechar las nuevas oportunidades»

Partiendo del supuesto de que los países deberían aprovechar su “ventaja comparativa”, el Consenso de Washington instó a eliminar la protección industrial y a realizar la privatización, la desregulación de la inversión extranjera y la flexibilización laboral. La suma total de esta dirección de las políticas: la desindustrialización, el desempleo y el aumento del tamaño del sector informal. La privatización de las empresas públicas y el esfuerzo para promover el crecimiento de las exportaciones conllevaron concentración de riqueza, ya que solo las principales empresas nacionales (a menudo, junto con el capital extranjero) estaban en condiciones de aprovechar las nuevas oportunidades. Se suponía que la desaparición de las empresas nacionales ineficientes debía ser compensada por el crecimiento económico y las nuevas actividades generadoras de empleo. No fue así. A través de los años noventa la pobreza disminuyó solo lentamente y la desigualdad fue más alta que nunca.

Todo eso tendría profundas consecuencias políticas. El poder del empresariado aumentó a partir de la década de 1980 a medida que los Gobiernos se volvían dependientes de la inversión privada para impulsar el crecimiento económico, e incrementaba el número de empresarios que obtenían posiciones formales de poder dentro del Estado, especialmente nombramientos dentro del gabinete. Mientras tanto, la movilización popular iba creciendo a medida que una amplia franja de la población se desilusionó con los partidos políticos tradicionales. En 2009, en más de dos tercios de los países de la región se habían elegido Gobiernos de izquierda. Estas victorias electorales causaron una gran consternación entre los empresarios y muchos miembros de las clases medias, que a menudo siguieron siendo oponentes intratables. La repentina llegada al poder de los líderes que representaban a los pobres urbanos y rurales engendró fuertes sentimientos de inseguridad, e incluso miedo, entre las clases medias y altas. Asimismo, las continuas tensiones entre los Gobiernos y los intereses empresariales durante los años 2000 detuvieron la inversión privada. Sin embargo, debido a que esos triunfos electorales coincidieron con el aumento de los precios de las materias primas y con alzas sustanciales de los ingresos estatales, dichos Gobiernos pudieron repartir el botín, reducir la pobreza y (particularmente en el caso de Venezuela) hacerse de una retórica antiempresarial: el crecimiento impulsado por las mercancías obviaba la necesidad de la inversión privada.

En tanto las balanzas comerciales se deterioraron y el déficit fiscal se disparó, el desempleo se incrementó y los Gobiernos recortaron los programas sociales. Los temores a la erosión del apoyo masivo, además de una clase media intransigente y la oposición de clase alta, probablemente hayan estado en la raíz de las tendencias autoritarias de los regímenes de izquierda populista, sobre todo en Venezuela, pero también en Bolivia. En Chile, Brasil y Argentina, las recesiones económicas precipitaron la elección de Gobiernos de derecha, eventos electorales que pronto provocaron un creciente enojo entre los sectores socioeconómicos más bajos al recortarse los programas sobre pobreza y aumentar los precios (con lo que acrecentaron los costos de las necesidades básicas. En el caso de Chile, cabe recordar, el actual gobierno derechista de Sebastián Piñera ha lidiado con las protestas —que exigen una nueva Constitución y el fin de la desigualdad—) mediante el despliegue de soldados y tanques, la primera vez que se responde de esta manera desde el regreso al Gobierno civil y la democracia.

La difícil Historia de la región de América Latina es ahora más difícil que nunca. La polarización entre los partidarios anteriores de la izquierda política y sus oponentes de derecha ha aumentado y ahora está enlazada al desprecio racial. El miedo y la sospecha son endémicos. Si bien las políticas económicas anteriores a la década de 1980 dejaron mucho que desear, la adhesión ideológica a la eficacia del mercado cegó a los líderes al reconocimiento de un hecho: que una ventaja comparativa puede ser creada. Lo que se requería era una estrategia orientada hacia el crecimiento de las actividades productivas y las oportunidades de empleo. En cambio, la fe en el mercado ha dejado a la región en condición de dependencia de los vaivenes de las demandas internacionales de mercancías y de los problemas políticos que se derivan de dicha dependencia.

Foto de simenon en Trends Hype / CC BY-SA

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Profesora de Ciencia Política y Desarrollo Internacional de la Universidad de Toronto. Miembro de la Royal Society of Canada. Es autora de libros y artículos sobre política y formulación de políticas en América Latina, con enfoque en México, Argentina y Chile.

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