En junio de 2012, ingresó a la Embajada ecuatoriana, de Londres, un Julian Assange envuelto en un halo de heroicidad como la persona que destapó información secreta de los Estados Unidos. En esta se mostraban violaciones de los derechos humanos y de la libre determinación de los pueblos, las cuales fueron perpetradas mediante operaciones militares o de manejo diplomático.
Siete años más tarde, el ciberactivista, golpeado física y psicológicamente por el largo encierro, enfrenta condiciones más difíciles que las que forzaron su solicitud de asilo. Cumple prisión por haber violado la libertad condicional en el Reino Unido, y Estados Unidos pide su extradición, pues es acusado de diecisiete delitos contra la seguridad. Estos podrían significar penas de prisión que rebasan de largo su expectativa de vida.
Pero el deterioro de Assange no se reduce solamente a su salud o a su condición legal, sino que también se refiere, en lo fundamental, al eclipsamiento de su imagen inicial, la del hacker en búsqueda de transparencia frente a los ocultamientos del poder y su sustitución por el activista que realiza operaciones de incidencia política (esto, en una trasnochada recuperación de las lógicas de enfrentamiento propias de la guerra fría).
¿Cómo explicar la metamorfosis de Assange, quien pasó de ser baluarte de la libertad de información y expresión a promotor de la posverdad?»
Assange y Wikileaks irrumpieron en la escena mediática del mundo mediante el surgimiento de una nueva plataforma para la sociopolítica planetaria que antes no existía: la del enfrentamiento entre tecnología y soberanismos. La aparición de las nuevas tecnologías de la comunicación planteaba la posibilidad de un acceso directo a fuentes de información que antes estaban blindadas o protegidas por las soberanías estatales nacionales; la tecnología podía ponerse al servicio de los derechos humanos, muchas veces «sacrificados» por las necesidades de la «razón de Estado».
¿Cómo explicar la metamorfosis de Assange, quien pasó de ser baluarte de la libertad de información y expresión a promotor de la posverdad, que utiliza la información resultante de sus operaciones de hackeo para desestabilizar regímenes e interferir en asuntos internos de otros Estados, como lo hizo en el conflicto catalán, impulsando la idea del independentismo, o alineándose con los servicios secretos rusos en su ataque a la candidatura demócrata de Hillary Clinton? ¿O su coincidencia, por no decir identificación, con la estrategia geopolítica de Vladímir Putin, dentro de lo que fue la estrambótica relación con el régimen de Rafael Correa, quien lo alojó o recluyó, como quiera vérsele, en la Embajada ecuatoriana de Londres?
Assange no es un espía que está al servicio de un Estado enemigo, como seguramente quiso verlo Correa, sino la materialización de la capacidad de interpenetración ofrecida por las actuales tecnologías de información. Su presencia expresa las nuevas lógicas de la política contemporánea: un filtrador de información cuya motivación responde a la percepción de que las libertades de los ciudadanos han sido o pueden ser violadas, pero también de quien usa la información con fines contrarios a la transparencia informativa y a la defensa de derechos.
El caso Assange, como en su momento el caso Snowden, advierte sobre la contingencia y vulnerabilidad en la que se reproducen las sociedades contemporáneas, una complejidad que exige conceptos y aprestamientos institucionales que vayan más allá de explicar el fenómeno como operación de espionaje a la integridad de los Estados. En el periodismo puede ser legítimo el uso de filtraciones para poner a disposición de la ciudadanía aquella información que sea sobre la conducta de sus Gobiernos, cuando estos la ocultan a nombre de la seguridad nacional. La defensa de Assange de que estaba actuando como periodista, cuando descubrió y expuso información militar y diplomática, pone en juego en este caso, efectivamente, los temas de la libertad de expresión y del oficio del periodismo. Conviene al interés público acceder a información relevante que evidencie violación de derechos o exponga a actores públicos y privados en casos de corrupción, aunque los procedimientos utilizados puedan presentar desafíos éticos al ejercicio de la carrera.
Sin embargo, no solo los Estados son blanco del escrutinio informático. La realidad de los individuos está construida cada vez más sobre la circulación de informaciones, lo que les vuelve vulnerables a la observación de su privacidad por parte de los Estados o de otros poderes discrecionales. Las tecnologías de la información evolucionan a pasos agigantados; procesan una masa de información cada vez mayor, lo que conduce a identificar tendencias de conducta de los ciudadanos, sobre las cuales se puede incidir después, reforzando la conducción (manipulación) de preferencias en los ámbitos del mercado, pero también de la política y de la configuración de valores y de significaciones sociales.
Mas allá de la imagen de Assange como el Robbin Hood de la nueva era comunicacional-tecnológica, el caso evidencia la presencia de nuevos actores y nuevas lógicas de incidencia política que giran en torno a las tecnologías de la comunicación, a su utilización para condicionar conductas y comportamientos políticos, pero, sobre todo, a su capacidad potencial de romper toda barrera que quiera interponerse para resguardar la información con la que se reproducen las lógicas del poder.
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Autor
Sociólogo. Ha ejercido la docencia en diferentes universidades de Ecuador y es autor de varios libros. Doctor en Sociología por la Università degli Studi di Trento (Italia). Especializado en análisis político e institucional, sociología de la cultura y urbanismo.