Hablar sobre Bolivia es una garantía de que habrá controversia. Además de la crítica que ya se espera de la opinión pública liberal/conservadora cuando se aborda cualquier tema desde una perspectiva crítica y emancipadora, llaman la atención en este caso las disputas que se dan en torno a este tema dentro de los sectores sociales organizados, la izquierda y los intelectuales críticos latinoamericanos. Se destacan dos fuentes de controversia: ¿cómo evaluar el llamado «proceso de cambio» y cómo caracterizar el derrocamiento de Evo Morales en 2019? Más precisamente: cuál sería la naturaleza de los cambios involucrados en ese proceso, y si se produjo un golpe de Estado el año pasado.
El caso de Bolivia refleja, de alguna manera, las principales tensiones que se manifiestan en los debates de las izquierdas de la región»
El caso de Bolivia refleja, de alguna manera, las principales tensiones que se manifiestan en los debates de las izquierdas de la región. Respectivamente, cuál es el horizonte proyectado de transformación, y cuál es el papel de la democracia en este horizonte. Voy a abordarlos aquí brevemente, con la certeza de que las posiciones presentadas no complacerán plenamente a ninguna de las «partes» involucradas en estos debates. Lo que quiere decir que van a desagradar a todos.
Primero, hagamos un balance del proceso. No se puede decir que no haya habido cambios ni que hayan sido de poca importancia. No es poca cosa cambiar el perfil social de los funcionarios del Gobierno y la representación parlamentaria. Bolivia es hoy un país con una notable representación indígena y femenina, una de las mayores del mundo en este sentido. Ha habido una participación razonable de los movimientos sociales organizados en el Gobierno, aunque cada vez más limitada. La Constitución aprobada en 2009 aportó interesantes innovaciones como la pluralidad, la «democracia comunitaria» y la presencia de los valores de suma qamaña o «vivir bien». También se ha reducido considerablemente la pobreza, se ha incrementado la inversión social y el papel del Estado, sin que la economía nacional se haya desorganizado y colapsado, como suele ocurrir cuando se intenta introducir cambios (mínimos) en los países dependientes.
Por otro lado, hay que admitir que apostamos mucho por Bolivia, y estamos decepcionados con el proceso. Entre los países de la llamada «marea rosa» de los Gobiernos latinoamericanos de principios de este siglo, Bolivia nos pareció a muchos de nosotros el caso con mayor capacidad de innovación y con las bases sociales más sólidas para sostenerla. Pero efectivamente lo que ocurrió fue un alejamiento progresivo de las propuestas de «alternativas de desarrollo», dando paso a un proyecto de «desarrollo alternativo» muy similar a cualquier proyecto neoextractivista recientemente implementado en la región (con sus evidentes limitaciones estructurales).
Sin embargo, no debe considerarse que ha habido una «traición» a la esperanza de muchos. El Movimiento al Socialismo (MAS), de Morales, ya estaba equilibrado desde antes de llegar al poder en al menos dos proyectos: uno más alternativo, basado en cosmogonías indígenas holísticas y comunitarias, de integración con la naturaleza y conexión con las generaciones pasadas y futuras; otro, más estatista y desarrollista, que se hace eco de las tradiciones nacionales-populares que se referían a la Revolución de 1952. No se puede considerar que haya prometido uno y cumplido otro, porque la coexistencia de ambos ha sido siempre explícita. Tampoco puede decirse que sean completamente irreconciliables, en la medida en que siguen conviviendo en el mismo espacio, lo que se ejemplifica con el binomio estratégico Luis Arce/David Choquehuanca, elegido para la Presidencia y la vicepresidencia en octubre pasado. El primero es el académico de clase media responsable del «éxito económico» de Bolivia; el segundo es el símbolo del suma qamaña.
Pasemos entonces al tema del golpe, es decir, al tema de la democracia (defiendo que hubo un golpe de Estado el 10 de noviembre de 2019). El derrocamiento violento por parte de sectores del Estado de un presidente que cumple un mandato legal suele ser un golpe de Estado. Los ataques a los movimientos sociales y a los representantes del MAS, el perfil autoritario y racista de la derecha (que hegemoniza a la oposición) y la «invitación» de los militares a la renuncia de Morales permiten caracterizar lo que ocurrió como un golpe, básicamente militar y policial. Esta ruptura fue apoyada por una articulación internacional de derecha, con la participación del gobierno de Jair Bolsonaro.
Más de un año después de esos acontecimientos, la acción desestabilizadora de la Organización de los Estados Americanos (OEA) también es evidente»
Más de un año después de esos acontecimientos, la acción desestabilizadora de la Organización de los Estados Americanos (OEA) también es evidente. Ofreció la principal motivación para el derrocamiento de Morales al defender la tesis del fraude en las elecciones de Bolivia. Sin embargo, el informe «fabricado» por la organización al calor de las elecciones ha sido contradicho por varios análisis. Además, el argumento del fraude en octubre de 2019 se vuelve más problemático a la luz de los resultados de las elecciones de octubre de 2020. Considerando el 55% de los votos recibidos por Arce, el 46% de un gastado e ilegítimo Morales se hace factible. Dado que la diferencia entre él y el segundo favorito era de alrededor del 10% (la necesaria para evitar una segunda ronda), debería haberse realizado, como mínimo, un recuento para medir con precisión esa diferencia. No recomendar nuevas elecciones, como lo hizo la OEA.
Sin embargo, argumentar que hubo un golpe implica la necesidad de hacer dos observaciones. La primera es que el MAS insistió en la reelección de Morales tras la derrota en el plebiscito de 2016, que había negado esta posibilidad. Con esto, perdió parte de su legitimidad y apoyo. Si se pierde una votación popular, el resultado es aceptado. No puede haber lugar para la discusión sobre esto. La imposición de la candidatura de Morales podría entenderse como un «golpe institucional», con la apariencia de legalidad, debido a su aceptación por el Tribunal Constitucional Plurinacional de Bolivia. Había una percepción (correcta) de que la posibilidad de un mayor control estatal y una deriva autoritaria estaba abierta en caso de la reelección de Morales. Él no debería haber sido candidato. Esto ejemplifica las dificultades de parte de la izquierda para asumir la democracia como uno de sus fines, entendiéndola aún como un medio. Más igualdad y democracia «sustantiva» no son contradictorias con el respeto a las reglas del juego previamente acordadas.
Otro punto es reconocer que parte de los heterogéneos sectores sociales que salieron a la calle en los días posteriores a las elecciones de 2019 no buscaban el golpe de Estado ni el gobierno de extrema derecha que resultó de todo ello. Hubo movimientos sociales, intelectuales críticos, sectores progresistas de la juventud que exigían más participación y democracia. Responsabilizarlos del golpe sería decir que las protestas de junio de 2013 en Brasil condujeron al golpe institucional de 2016 y a la elección del Bolsonaro en 2018. Nada más lejos de la realidad.
Esperamos que el fracaso y la derrota de la corta y desastrosa solución autoritaria de Bolivia pueda conducir al menos a un desarme temporal de la recurrente situación de «empate catastrófico» que se manifiesta en ese país. También esperamos que la intelectualidad crítica de la región pueda debatir respetuosamente sus dilemas, que, en definitiva, se traducen en cómo lograr cambios estructurales en democracia.
Foto de Du Monde Dans L’Objectif em Foter.com / CC BY-NC-ND
Autor
Profesor de Ciencia Política de la Univ. Fed. del Estado de Rio de Janeiro (UNIRIO). Vicedirector de Wirapuru, Revista Latinoamericana de Estudios de las Ideas. Postdoctorado en el Inst. de Est. Avanzados de la Univ. de Santiago de Chile.