La narrativa de que la polarización social se debe al populismo y extremismo político es falsa, conceptual y fácticamente, y tiende a invisibilizar las causas que subyacen el malestar e incertidumbre que marcan nuestro momento histórico: la creciente desigualdad. Es esta la que realmente polariza nuestras sociedades. La concepción liberal-conservadora, predominante en el ecosistema mediático de la mayoría de nuestros países, convirtió en sentido común -lo que simplemente es así y no debe ser cuestionado-, la idea de que el populismo es la gran amenaza para las democracias.
Desde esa mirada o posicionamiento ideológico, los problemas provienen de políticos “populistas” que en busca de popularidad prometen cosas irrealizables. Pero esa perspectiva tiene dos inconsistencias graves. La primera es que tiende a exonerar a las élites económicas de la región que, en muchos casos, ejercen el poder real a través de mecanismos de dominación como la captura de la política vía el financiamiento de candidatos y partidos, el control de instrumentos de dominación/coerción económica como las finanzas, y la propiedad de los principales medios de comunicación.
Toda sociedad se estructura a partir de relaciones de poder. Y los tres poderes fundamentales son el poder político (instituciones que gozan de legitimidad burocrático-legal y tradicional al decir de Max Weber), el poder económico (propiedad de los principales medios de producción de riqueza) y el poder ideológico (estructura propietaria de los medios de comunicación de alcance nacionales).
Pero la narrativa liberal-conservadora oculta estas relaciones de poder que, desde un sentido republicano, deberían ser de discusión cotidiana. De modo que se debería señalar y, cuando corresponda, criticar esos poderes para develarlos y someterlos a la deliberación pública en lo que atañe a las consecuencias colectivas de sus acciones y decisiones.
La segunda inconsistencia de la falsa conciencia que atribuye nuestros problemas al “populismo” es que incentiva la lógica anti política. Al colocar la política como origen de las problemáticas colectivas, la opone a la ciudadanía y a los ámbitos privados que serían espacios de la virtud. De ahí esa cada vez más común simplificación del debate público que, especialmente en las conversaciones digitales, banaliza el debate al punto de normalizar ideas como la eliminación de la política para evitar la corrupción y así alcanzar el bienestar tantas veces prometido.
Este tipo de concepción tiende a alimentar sentimientos antidemocráticos porque sin política no hay democracia posible. La política en su sentido profundo y clásico implica esa acción colectiva con la que, a decir de Hannah Arendt, actuamos entre muchos. Lo cual, a su vez, remite a la virtud cívica y al carácter republicano que se requiere para que la política sea operativa; es decir, para que se definan los espacios comunes donde pueda concretarse.
La anti política subvierte este proceso y se convierte en un caldo de cultivo de alternativas ultraderechistas y antidemocráticas. Es una evidencia que allí donde se instala esta lógica anti política crecen las opciones políticas antidemocráticas. Véase los casos de Argentina, Brasil, El Salvador y Ecuador.
La desigualdad en la región
Nuestra región vive hoy bajo niveles de desigualdad sin precedentes, según el reciente informe de Oxfam, EconoNuestra, para América Latina y el Caribe. Esto rompe con el fundamento de la democracia que es la existencia de un marco de igualdad (formal en el liberalismo y sustancial en sentido republicano) entre quienes constituimos una comunidad política.
Actualmente, en América Latina y el Caribe, los equilibrios que sostienen la democracia se han roto producto de la creciente desigualdad. Esa es, entonces, la principalísima amenaza para nuestras democracias. Especialmente si consideramos la penetración que ha tenido en nuestros países el consenso ideológico (neoliberal en principio y últimamente de signo liberal-libertario) que naturaliza tales niveles de desigualdad como consecuencia de la “libertad económica”.
Este discurso plantea la desigualdad como un fenómeno favorable, partiendo de la base de que el progreso individual depende únicamente del esfuerzo personal y que la política no es más que un ámbito corrupto y “empobrecedor”. Esta narrativa busca establecer que las personas más capaces son quienes se convierten en multimillonarios. Estamos, pues, ante una suerte de vulgarización de la lógica meritocrática que, como señala Michael Sandel, de por sí es un problema para alcanzar una convivencia colectiva que potencie la virtud cívica.
Por otro lado, según el informe de Oxfam, en 2015, 32 latinoamericanos concentraban la misma riqueza que la mitad más pobre de la región, mientras que hoy esa cifra se ha reducido a dos billonarios. El mismo informe plantea el problema que implica la capacidad que tienen estos magnates de cooptar la política a base del poder que les confiere su riqueza.
Una élite superrica latinoamericana está concentrando un poder desmesurado, lo cual amenaza la democracia. Y el problema no es que sean ricos, la clave es que, siendo el económico uno de los tres poderes que estructuran la sociedad, si los ricos son cada vez más ricos, por un modelo capitalista que tiende a la excesiva concentración vía la financierización, pues prácticamente todos los poderes estarían en manos de los mismos (minúsculos y cerrados) sectores.
Considerando que los medios de comunicación, en la práctica totalidad de nuestros países, suelen ser propiedad de grandes grupos económicos y, como muestra la historia, todo poder excesivo corrompe y desvirtúa a la vez que enajena de la realidad a quienes lo poseen, hay que desarrollar mecanismos republicanos que limiten la concentración excesiva de riqueza porque esta implica la concentración excesiva de poder. De esta manera, se podría garantizar una mejor convivencia democrática basada en la virtud cívica, al tiempo que sociedades mejor equilibradas permitirían el pleno desarrollo de nuestros países.
Cuando existen diferencias tan grandes, producto de las brutales desigualdades como las que hoy conocen nuestros países, se vacía el espacio público entendido como la res pública clásica, con lo cual, no hay virtud cívica ni posibilidad de hacer juicios colectivos sobre lo que nos es común a todos y todas. De ese modo, la discusión pública se vacía de sus contenidos específicamente políticos. Y la gente pierde la capacidad de entender sus problemas como compartidos con sus semejantes; lo que por tanto limita la capacidad de resolverlos de forma colectiva.
Sin esta posibilidad de valorar lo público y defender lo común, no hay democracia posible. De manera que debemos decididamente combatir la desigualdad para defender la democracia.
Autor
Politólogo, docente y consultor electoral. Máster en Teoría Política por la Universidad Complutense de Madrid. Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Interamericana de Puerto Rico.