Uno de los grandes errores de las fuerzas democráticas nicaragüenses ha sido subestimar a Daniel Ortega, un político que, en más de 40 años, ha logrado mantenerse como el campo de fuerza de la política criolla. Hoy, no debemos repetir ese error con otro personaje: subestimar a Rosario Murillo, quien tiene una estrategia y la está ejecutando sistemáticamente. De hecho, estamos sintiendo en nuestras carnes las consecuencias lógicas de la aplicación de esa estrategia.
¿Pero en qué consiste dicha estrategia? Para algunos, sus acciones no son más que desvaríos erráticos de una persona irracional que actúa únicamente por odio y venganza —una suerte de “bruja”. Y si bien es cierto que su personalidad está profundamente marcada por estos rasgos, ya ha pasado suficiente tiempo como para advertir que estamos frente a una mujer con una voluntad de poder implacable.
Antes de hablar de su estrategia es necesario tener claro su objetivo: establecer una dinastía familiar permanente que lleve su impronta. Para ello ha trazado una estrategia que se vuelve cada vez más evidente y que gira en torno a una variable decisiva. Una variable decisiva es aquella que determina el resultado de una situación específica. En Nicaragua, no hay que llamarse a engaños: la variable decisiva es y seguirá siendo el Ejército Nacional. Cualquier resolución sobre la sucesión será decidida por las fuerzas armadas. Ya lo recordaba Mao Zedong: “el poder político nace del cañon de un fúsil”, una sentencia que no podría ser más cierta en Nicaragua, donde las “cañas huecas” han marcado nuestra historia desde la independencia.
Rosario Murillo enfrenta una situación similar a la de otras dos esposas de dictadores que intentaron disputar la sucesión autoritaria de sus maridos: Madame Mao (Jiang Qing) en China y Grace Mugabe en Zimbawe. Ambos intentos fallidos terminaron en la desgracia de las aspirantes. Lo que Rosario Murillo está intentando —suceder a su esposo dictador— es algo que ninguna lo ha logrado hasta ahora en la historia moderna. El solo hecho de marcarse un objetivo de esa magnitud revela su ambición y osadía.
Grace Mugabe se alió con oficiales jóvenes del ejército y algunos políticos. Sin embargo, la alta oficialidad del ejército siempre la miró con recelo, hasta el punto de que, al percatarse de que Robert Mugabe ya no gobernaba y que era ella quien mandaba, decidieron dar al traste con el régimen: una dictadura de 37 años. En el caso de Madame Mao, sus errores fueron no lograr que su marido la nombrara sucesora y tampoco tener cargos institucionales ni en el gobierno ni en el partido. Al final, los líderes moderados del Partido Comunista y el Estado chino ganaron el apoyo decisivo del ejército y ejecutaron un golpe palaciego incruento que la borró del mapa político.
Murillo, al parecer, ha estudiado estos dos casos, porque no está cometiendo los mismos errores. Al contrario, su estrategia está siendo quirúrgicamente efectiva, para espanto de todos sus enemigos y sobre todo de quienes están en las entrañas del régimen.
La cristalización de esa estrategia se evidencia en tres eventos recientes. Primero, el establecimiento de la figura de la “copresidencia” en la propia Constitución, lo que refleja un poder institucional máximo y la designa formalmente como la sucesora del dictador. Segundo, la cooptación total de liderazgo del partido y la marginación —e incluso encarcelamiento— de quienes no le son leales. Esto alcanzó su punto máximo con el arresto y posterior muerte, como preso político, del General Humberto Ortega, fundador del Ejército Nacional y hermano del dictador. Tercero, el 7 de mayo logró que los generales del ejército le juraran lealtad a la coopresidencia en una ceremonia formal, “sellando” así el respaldo de las fuerzas armadas a su rol como sucesora.
Sin embargo, Rosario Murillo ha visto cómo una fisura en su estrategia se agranda: las crecientes ausencias de Daniel Ortega generan especulaciones. Los rumores sobre su salud precaria —y hasta su inminente muerte— la dejan mal parada en la carrera sucesoria. Lo ideal para ella es un Ortega vivo pero disminuido, que le permita mandar y ganar tiempo para consolidar su sucesión. Por eso, el 24 de mayo, tras intensos rumores sobre la salud de Ortega, recurrió a su vieja confiable: “mostrar a la momia”, como un tótem, tal como lo hacían Madame Mao con Mao Zedong y Grace Mugabe con Robert Mugabe. Así vimos a un Ortega sumamente demacrado, casi desvariando, repartiendo buses como gran acto político, luego de haberse ausentado de un evento clave del sandinismo: nada menos que el natalicio de Augusto Sandino.
Esta estrategia, sin embargo, no es imbatible. Tiene un gran punto débil: la mayoría de la población, los militantes del partido, los funcionarios del Estado y probablemente los propios militares, la odian y rechazan. También rechazan su intento de designar a su hijo, Laureano Ortega, como sucesor. Laureano es visto en los círculos sandinistas como un príncipe heredero sin las aptitudes necesarias, un advenedizo sin peso ni carácter, que, pese a haber sido cultivado dentro de la dictadura, no ha convencido a nadie. En el ejército, parece que pocos parecen estar dispuestos a tener como jefe máximo a alguien cuyo sueño original fue convertirse en cantante de ópera.
Las purgas constantes y el odio popular generalizado parecen indicar que hay muchos esperando la oportunidad para traicionarla y encontrar otra salida para la nación durante el inevitable período de turbulencia sucesoria. Ella, más que nadie, sabe que muchos están con el cuchillo en la boca, atentos a cualquier opotunidad que pueda surgir con la muerte de Ortega. Por eso actúa como actúa.