Coautores Dan Nielson y Celeste Beesley
El apoyo a la democracia viene cayendo en todas partes, lo que ha causado una preocupación generalizada. Eso hace que los observadores dediquen horas de atención y estudio al humor político de los ciudadanos, pero ¿se puede ignorar cómo piensan y reaccionan las élites burocráticas frente a los principios y reglas de juego democráticos?
Los regímenes democráticos resbalan frecuentemente cuando los Ejecutivos exceden sus poderes o minan los procesos institucionales. Dado que las burocracias estatales son las que ejecutan las órdenes del Ejecutivo, muchas veces terminan siendo los operadores de medidas que violan las normas constitucionales y los convierten en agentes clave para la erosión de la democracia. Así, más allá de las oscilaciones de humor ciudadano, entender cómo se plantan las élites burocráticas es fundamental para predecir el destino de nuestros sistemas.
Líderes como el expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, hicieron historia socavando la importancia y el valor de los principios democráticos y buscando movilizar a los agentes del Estado en la misma dirección. Si las formalidades y procedimientos democráticos han prevalecido, es adecuado preguntarse: ¿hasta qué punto ello ocurrió como fruto de la resistencia contra (o neutralización de) esas tentaciones autocráticas por parte de las élites de la burocracia pública? ¿Cómo reaccionaron estos grupos numéricamente minoritarios pero esenciales para la vigencia de una normalidad democrática?
Un estudio realizado con aproximadamente 500 funcionarios de carrera de alto escalafón en Brasil entre los años 2020 y 2021, por parte de la Universidad Brigham Young, de EE. UU., apuntó a que la retórica autoritaria de Bolsonaro no tuvo gran efecto cuando atentaba contra la democracia en términos genéricos. Pero entre quienes simpatizaban con su liderazgo, sí fue efectiva cuando se concentraba en blancos más concretos como el pluralismo partidario.
Esa retórica tampoco fue eficaz en minar la adhesión democrática de las élites burocráticas cuando apuntaba contra instituciones republicanas como el Poder Legislativo y su independencia del Ejecutivo. Tampoco moldó una perspectiva reductora de la democracia a los rituales electorales, ya que los funcionarios continuaron apoyando fuertemente el derecho de la población a protestar contra el Gobierno y a participar en la vida democrática más allá del voto.
Aparentemente, los líderes autoritarios consiguen tentar a algunos seguidores para imponer ciertas restricciones a la democracia, pero de alcance muy limitado. Y esos discursos autocráticos se mostraron casi inocuos para seducir a quienes no simpatizaban anteriormente con sus ideas o inclinaciones antidemocráticas. Es verdad que tampoco generaron el efecto contrario, esto es, instigar a los burócratas opositores al pensamiento autocrático de Bolsonaro a abrazar con mucha más fuerza las reglas y principios de la democracia, pero, en parte, porque su apoyo a esas normas ya era bien alto.
Recordemos que Bolsonaro no solo buscó minar el prestigio del multipartidismo, la independencia de poderes o la democracia participativa. Uno de sus principales enemigos fueron las autoridades electorales independientes, así como también el sistema de votación exitosamente vigente en Brasil.
A través de las fake news y la desinformación, Bolsonaro llegó efectivamente a sembrar desconfianza en los mecanismos e instituciones reguladoras y veedoras del voto en sus partidarios. Y al perder los comicios presidenciales de 2022 (el primer oficialista que pierde la reelección en los casi 40 años de historia democrática reciente en el país), no dudó en impulsar semanas de protestas violentas y hasta en estimular los ataques a los tres poderes pocos días después de la asunción de Luiz Inácio Lula da Silva como nuevo presidente del país a principios de enero de 2023.
Todo ello haría suponer que su cuestionamiento durante su Presidencia a las diferentes dimensiones del juego electoral (Bolsonaro advertía sobre inseguridades del conteo, asociaba la urna electrónica a una farsa y que no aceptaría otro resultado sino la victoria) tendría eco entre las burocracias profesionales y podría generar algún tipo de rechazo peligroso a la continuidad republicana.
Sin embargo, el estudio reveló la debilidad de sus argumentos, incluso entre sus simpatizantes. Quienes eventualmente podrían ejecutar medidas restrictivas o violatorias del orden democrático simplemente no encontraron razón o motivación para hacerlo. Es verdad que para este segmento bolsonarista de las élites, la democracia queda reducida a una serie de mecanismos empobrecidos de expresión y pluralismo político, pero, de todas maneras, estuvieron muy lejos de abrazar con entusiasmo un modelo personalista, autoritario y mesiánico de gobierno.
Suele decirse que, más que una muerte súbita a base de golpes militares, las democracias hoy mueren lentamente a partir de una corrosión gradual entronizando un líder populista cuyo discurso supuestamente defiende “más” democracia o un tipo de “democracia diferente” que prescinde de controles, poderes independientes y diversidad política y expresiva de la ciudadanía. Nos olvidamos de que sin la complicidad activa y militante de las élites a cargo de los resortes estatales de poder, toda esa retórica poco consigue en la práctica.
*Este texto está escrito en el marco del X congreso de WAPOR Latam: www.waporlatinoamerica.org.
Dan Nielson es catedrático de Gobierno en la Universidad de Texas, en Austin. Es cofundador y director de Investigación de Evaluasi, empresa de consultoría.
Celeste Beesley es profesora adjunta de Ciencias Políticas en la Universidad Brigham Young y coinvestigadora principal de WomanStats.
Autor
Profesor de Ciencia Política y Director del Global Politics Lab en la Brigham Young University (EE. UU.). Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Wisconsin-Madison.