Durante mucho tiempo el populismo fue un concepto elusivo, ambiguo, que no hallaba forma de definirse. Se decía que era una característica de los países en desarrollo, una especie de enfermedad pasajera que se solucionaría con progreso y modernidad; que era propio de partidos de izquierda y que la derecha era inmune a sus encantos; que era un oficio de caudillos astutos que dirigían masas dóciles. Nada de eso es verdad, o por lo menos no es toda la verdad: el populismo suele aparecer en los países más prósperos, como los Estados Unidos de Donald Trump, y en partidos de derecha como Libertad Avanza, del actual presidente argentino Javier Milei. Tampoco es típico de un liderazgo mesiánico o decisional, aunque es verdad que en este espacio suelen aparecer, con mayor frecuencia de la normal, payasos e irresponsables.
Hoy existe un cierto consenso en el mundo académico en definir, como lo hace el politólogo neerlandés Cas Mudde, que el populismo es un discurso que contrapone al pueblo bueno frente a la elite corrupta. Según esto, el pueblo tiene una alta calidad moral y sus desgracias y explotación se deben a que una elite cleptómana e insensible usa al Estado para sus fines particulares. Esta elite cerraría el espacio público y bloquearía las opciones políticas. Por ello, expresiones como partidocracia, democracia pactada o sistema político neoliberal sirven a los populistas para descalificar a la elite en el poder. A la vez, repiten “los de abajo”, “la multitud”, “lo plebeyo” o “lo nacional popular” para mostrar las bondades de un pueblo que siempre se imagina rebelde, sufrido y revolucionario.
El populista Evo Morales, montado sobre el resurgir de las demandas indígenas, tuvo la capacidad para colocarse como representante del pueblo. Este político postulaba que el pueblo se encontraba esencialmente, pero no exclusivamente, en las comunidades indígenas y que la elite estaba en los partidos políticos y en las empresas extranjeras o en sus aliados nacionales.
Empero, todo discurso tiene que validarse mínimamente, mostrar algún grado de verosimilitud. Esto no ocurrió: Morales proclamó defender a los indios pero el 25 de septiembre de 2011 ordenó una paliza a los indígenas de tierras bajas que marchaban defendiendo el Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Secure (TIPNIS). Decía defender la Madre Tierra pero autorizó la explotación minera de cooperativistas que cosecharon grandes ganancias a costa de un daño irreversible al medio ambiente. Finalmente, postuló “gobernar obedeciendo al pueblo” pero desconoció su decisión en el referendo de febrero de 2016 que le dijo no a una cuarta repostulación. Por ello, cuando en 2019 la multitud expulsa del poder a Morales, lo hace por haber convertido la defensa del pueblo y de la nación (ejes claves del populismo) en mera retórica para legitimarse y permanecer en el gobierno.
Tanto la salida de Morales como su posterior anulación política (acusación de abuso de menores, pérdida de la sigla MAS) generaron un vacío en el espacio populista boliviano que hasta el momento no pudo ser llenado. No lo consiguió el presidente Luis Arce, quien, en realidad, no puede articular un discurso populista. Lo intenta, pero no lo logra. Arce es un político que no habla mucho, que no emite mensajes, que no conecta con las masas. Si hoy tiene bajísimos grados de popularidad se debe en buena parte a su silencio.
En esa medida, el desafío del actual presidente de la Cámara de Senadores, Andrónico Rodríguez, proclamado candidato presidencial por una facción del MAS, consiste en reinventar el discurso populista y adecuarlo a los tiempos actuales. Este político, exmilitante del ala evista del MAS, tiene que rediseñar discursivamente al pueblo bueno e identificar a la elite explotadora, angurrienta e insensible. Lo primero (definir al pueblo) parece fácil; lo segundo, no tanto: la elite que Morales emparentó con los políticos del sistema de partidos y con los ricos (blancos, citadinos) que se negaban a compartir sus ganancias ya no existe. La composición económica, social y cultural de la elite boliviana se ha reconfigurado drásticamente. Ha aparecido una elite de raíces indígenas (aimara y quechua, sobre todo) que acumuló poder y dinero en estos 19 años del MAS en el gobierno. Justamente Andrónico Rodríguez es la expresión política de esta nueva elite que buscará, en las elecciones de agosto, permanecer en el poder.