El Salvador se ha convertido en una gran prisión, y su presidente exhibe orgullosamente la llave que abre la celda. Tras dos años de un estado de excepción que parece no tener fin, Nayib Bukele alcanzó, con amplio apoyo popular, jaquear el estado de derecho, la oposición y la democracia
Buena suerte la del presidente Bukele, que, en un solo acto, ha visto desaparecer de su futuro, tres sombras que podían haberle implicado con el narcotráfico.
La familia Bukele ejecuta un gasto multimillonario en ejércitos de desarrolladores dedicados a multiplicar la propaganda oficial en redes sociales y a apagar las voces disonantes.
La certeza de un proceso electoral se basa en generar insumos que abonen a la integridad electoral, donde autoridades, miembros de la sociedad civil y comunidad internacional puedan garantizar la transparencia del proceso. Pero este es solamente uno de los requisitos de una democracia.
Los escenarios alternativos a la democracia republicana parecen aglutinarse en el estado fallido de Haití, o en los modelos autocráticos impopulares de izquierda o ahora en los modelos autocráticos populares de derecha, como el de El Salvador.
En un país donde la inseguridad tornaba la vida insostenible, la brutalidad contra presuntos delincuentes y los indicios de autoritarismo no solo son aceptados, sino que, incluso, se convierten en votos.