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Chile: Entre dos vueltas y un nuevo mapa electoral

Chile llega a la segunda vuelta con alta participación y un sistema político sacudido por la fragmentación y el fin de viejos equilibrios.

El domingo 16 de noviembre, Chile vivió unas elecciones presidenciales y parlamentarias bajo el sistema de inscripción automática y voto obligatorio, alcanzando una participación cercana al 85 %. Esta cifra sitúa al país en un nivel poco habitual de movilización y evidencia que, cuando se facilitan las condiciones de acceso y se refuerza la responsabilidad cívica, la ciudadanía responde de manera contundente. La alta concurrencia, sin embargo, no diluye las tensiones que atraviesa hoy al país; por el contrario, las ilumina con más claridad de cara a la segunda vuelta del 14 de diciembre.

Los resultados preliminares confirmaron un escenario abierto: la candidata comunista Jeannette Jara obtuvo un 26,8%, el candidato de ultraderecha José Antonio Kast un 23,9% y el populista Franco Parisi cerca de 19,6%. Lejos de ordenar el panorama, estas cifras muestran un país que ya no distribuye su apoyo según los clivajes tradicionales. La competencia entre tres polos marca el fin del predominio de bloques estables y refuerza la idea de un electorado que premia opciones capaces de dialogar más allá de sus fronteras, aun cuando las diferencias ideológicas parezcan difícilmente conciliables.

En el ámbito parlamentario, el cuadro es aún más complejo. La derecha y la ultraderecha avanzaron de forma relevante, pero no consiguieron un control indiscutido que les permita gobernar sin grandes acuerdos. En paralelo, un dato institucional de profundo calado adquiere especial relevancia: un número considerable de partidos no alcanzó el umbral legal necesario para mantener su existencia formal. Entre ellos colectividades históricas como el Partido Radical, así como fuerzas de centro y derecha liberal como Evópoli o Amarillos por Chile. La reducción forzosa del mapa partidario reconfigura no sólo la oferta, sino la estructura misma del sistema político chileno, creando un escenario donde convergen menos siglas, pero no necesariamente una mayor cohesión. Esta contracción produce tanto oportunidades como incertidumbres: simplifica procesos, pero también elimina espacios intermedios que, en otros momentos, facilitaron acuerdos transversales.

En este marco, la no elección de José Miguel Insulza al Senado se convierte en un símbolo de un cambio generacional y político mayor. Su ausencia priva a la centroizquierda de una figura con vasta experiencia en negociación y construcción de consensos, elementos necesarios en el Congreso fragmentado que emerge. La política chilena pierde, así, una voz con capacidad reconocida para articular puentes entre sectores ideológicamente distantes.

La izquierda llega a la segunda vuelta con un desafío evidente. Aunque Jara encabeza la primera votación, su porcentaje evidencia la dificultad de expandir su base hacia sectores moderados que, en otras elecciones, sirvieron como punto de encuentro. La tarea del progresismo será convocar a quienes buscan estabilidad institucional y políticas públicas coherentes sin caer en discursos polarizantes. En un contexto de transformaciones profundas, la izquierda tiene la posibilidad de presentarse como un ancla de responsabilidad democrática, siempre que logre combinar renovación con continuidad institucional.

En la derecha, el avance de Kast ha sido significativo, apoyado en la centralidad de temas como seguridad, migración y orden público. Pero su liderazgo coincide con un proceso de reorganización interna donde conviven visiones distintas. Aunque Kast articula un sector relevante del electorado, no controla todo el espacio de la derecha ni logra absorber completamente a quienes se identifican con un enfoque liberal o moderado. La irrupción sostenida de Parisi, con un voto que rehúye etiquetas y estructuras formales, confirma que existe un amplio segmento que no se siente interpretado por ninguna de las coordenadas tradicionales. Ese electorado no es cautivo y será probablemente decisivo, tanto en la elección como en la gobernabilidad posterior.

El camino hacia el balotaje, por tanto, no se reduce a un enfrentamiento entre dos nombres. Se trata de una disputa por el tipo de país que se quiere construir en medio de un proceso político en transformación. Kast puede sumar apoyos provenientes de la derecha convencional, mientras que Jara tiene la posibilidad de atraer al progresismo más amplio y a quienes buscan evitar un endurecimiento político en temas sensibles. La forma en que cada candidatura interprete las señales de un país plural, exigente y cansado de simplificaciones será determinante. La participación, que muchos daban por agotada en ciclos anteriores, se perfila nuevamente como un factor clave: un electorado movilizado tiende a favorecer propuestas más amplias, mientras que una participación más baja podría inclinar el proceso hacia opciones más segmentadas.

El impacto institucional de esta elección no puede subestimarse. Con un Congreso sin mayorías automáticas y un mapa partidario en proceso de contracción, el próximo gobierno necesitará capacidad real de negociación. La gobernabilidad se construirá proyecto a proyecto, con acuerdos que deberán ser más sólidos y transparentes que en ciclos previos. La ausencia de varios partidos tradicionales, sumada a la salida de figuras con experiencia acumulada, modifica la dinámica interna del Parlamento y exige nuevos liderazgos capaces de dialogar de manera más pragmática y menos doctrinaria. Para la centroizquierda, esto implica reconstruir su capacidad de articulación; para la derecha, moderar o ampliar su rango de acción para gobernar un país diverso.

Las elecciones de 2025 marcan un punto de inflexión en la historia política reciente. La participación inédita reafirma la vigencia del sistema democrático, mientras que la fragmentación electoral y parlamentaria redibuja el escenario con mayor complejidad. La segunda vuelta decidirá no sólo quién conducirá el país, sino de qué manera se configurará la gobernabilidad en un entorno donde ninguna fuerza por sí sola podrá imponer su agenda.

Chile entra así en una etapa en la que el diálogo, la moderación y la responsabilidad institucional no serán gestos retóricos, sino condiciones necesarias para sostener la estabilidad política. Convertir este equilibrio en una oportunidad dependerá de la madurez con que las fuerzas políticas entiendan que el país demanda menos tribunas y más capacidad de acuerdo. Y quizá sea ahí donde se juegue, más que en el resultado inmediato, el sentido profundo de este ciclo electoral.

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Mexicano. Politólogo y Administrador Público por la Universidad Iberoamericana Puebla. Posee un Master en Gobernanza, Marketing Político y Comunicación Estratégica por la Universidad Rey Juan Carlos (España). Profesor universitario.

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