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Del beneficio privado al costo colectivo: la explotación de los recursos comunes en América Latina

El cambio climático, la mayor externalidad negativa de la historia, golpea con fuerza a América Latina: agrava la desigualdad, amenaza los bienes comunes y exige una acción colectiva urgente para evitar una tragedia global.

El cambio climático ha dejado de ser una amenaza lejana para convertirse en una realidad que marca la vida cotidiana de todos. En América Latina, los incendios en la Amazonía, las inundaciones en Centroamérica y los huracanes cada vez más intensos en el Caribe son señales claras de un problema que se agrava año tras año, mientras que el verano europeo ha marcado temperaturas récord, superando los 46 °C en España y Portugal. En 2025, la Amazonía ha perdido cientos de miles de hectáreas de bosque, un ecosistema vital no solo para la región, sino también para el equilibrio climático del planeta. La degradación de este pulmón verde evidencia que estamos frente a un recurso común cuya destrucción afecta a toda la humanidad. 

Los impactos del cambio climático, además, no se distribuyen de manera equitativa. Las poblaciones más vulnerables son quienes sufren con mayor intensidad sus consecuencias, precisamente porque carecen de infraestructura adecuada, apoyo estatal o seguros que les permitan afrontar los desastres. En México, comunidades rurales pierden cosechas enteras durante sequías prolongadas; en Perú, el retroceso de los glaciares compromete el suministro de agua para millones de personas; en Centroamérica, los temporales borran en pocas horas las inversiones de años. En este sentido, el cambio climático no solo destruye ecosistemas, sino que actúa como un amplificador de la desigualdad, profundizando la pobreza y aumentando la brecha entre quienes tienen recursos para adaptarse y quienes carecen de ellos.

 Recursos comunes y externalidades negativas

Para comprender estas dinámicas resulta útil recordar los conceptos de recursos comunes y externalidades. La biosfera, que incluye la tierra, los océanos y la atmósfera, constituye tal vez el principal recurso común del cual depende la vida humana. El problema surge cuando su uso se da de manera desregulada: cada actor actúa en función de su beneficio inmediato, pero el costo de la destrucción recae sobre la colectividad. Esta situación, descrita como “la tragedia de los recursos comunes”, se observa, por ejemplo, de manera dramática en la Amazonía, donde la tala ilegal y la expansión agrícola benefician a unos pocos en el corto plazo, mientras los costos ambientales y sociales se reparten entre comunidades locales, países vecinos y la humanidad entera.

El cambio climático puede entenderse como la mayor externalidad negativa de la historia. Las emisiones de gases de efecto invernadero generadas por empresas y consumidores no se reflejan en el precio de los bienes y servicios, lo que distorsiona la eficiencia del mercado. Esta desconexión entre beneficio privado y costo social genera un fallo estructural: los incentivos individuales llevan a decisiones que resultan colectivamente destructivas. Así, la explotación intensiva de recursos naturales en Bolivia o la dependencia de los combustibles fósiles en México y Venezuela no solo afectan a esos países, sino que tienen impactos regionales y globales. El clima, la biodiversidad y la seguridad alimentaria se ven comprometidos por decisiones que rara vez consideran su alcance real.

En este escenario, la intervención pública y la fortaleza institucional son indispensables. Los recursos comunes necesitan ser regulados para evitar su deterioro, y las externalidades deben ser corregidas mediante políticas públicas efectivas. A nivel local, los municipios tienen un papel clave en la protección de parques, cuerpos de agua y áreas naturales. A nivel nacional, los gobiernos están llamados a imponer impuestos ambientales, controlar la deforestación y promover incentivos a las energías limpias. Pero el cambio climático no reconoce fronteras, y por eso la cooperación internacional se vuelve esencial. Instrumentos como la Agenda 2030 o el Acuerdo de París no son meros compromisos simbólicos: representan la única vía para coordinar esfuerzos en un problema que ningún país puede resolver en soledad.

Una desigualdad estructural

Sin embargo, América Latina enfrenta condiciones particulares que complican esta tarea. La desigualdad económica, la informalidad laboral y la corrupción limitan la capacidad de muchos gobiernos para implementar políticas ambientales de largo plazo. En este contexto, la justicia económica se vuelve inseparable de la acción climática. No basta con hablar de adaptación y mitigación si no se aborda al mismo tiempo la reparación de los daños históricos que han marcado a la región, desde la concentración de tierras hasta la explotación de recursos naturales por intereses transnacionales. Las comunidades indígenas, a menudo marginadas de los procesos de decisión, son quienes han soportado gran parte de los costos ambientales y sociales. Reconocer y reparar estas injusticias es parte esencial de cualquier estrategia climática seria.

Pese a la urgencia, no faltan voces que niegan la gravedad del cambio climático o rechazan la intervención estatal. Estas posturas, comunes en sectores políticos conservadores, no sólo desprecian la evidencia científica acumulada, sino que perpetúan un modelo de desarrollo basado en beneficios inmediatos a costa del bien común. Negar la externalidad negativa de las emisiones de CO2 o rechazar acuerdos internacionales equivale a sostener un egoísmo colectivo que pone en riesgo la vida de millones de personas y compromete el futuro del planeta.

Aun así, hay experiencias alentadoras que muestran que el cambio es posible. Costa Rica, por ejemplo, ha logrado recuperar grandes extensiones de bosque gracias a políticas de conservación, incentivos económicos y programas de educación ambiental. En Chile, la apuesta por energías renovables ha transformado la matriz energética y abierto oportunidades para un crecimiento más sostenible. Estos casos demuestran que, con voluntad política y recursos suficientes, las instituciones pueden evitar la tragedia de los recursos comunes y convertir externalidades negativas en oportunidades de desarrollo justo y equitativo.

La necesidad de un compromiso colectivo

El desafío, sin embargo, exige pensar en clave regional y global. La Amazonía no pertenece solo a los países que la contienen; su importancia para el clima mundial obliga a un compromiso colectivo. Los incendios que arrasan en Brasil o Bolivia alteran patrones climáticos que repercuten en todo el continente. De la misma manera, las emisiones de un país afectan directamente a sus vecinos. En este contexto, la cooperación internacional no puede basarse únicamente en la diplomacia, sino en principios de justicia y equidad que garanticen una distribución justa de los costos y beneficios de la acción climática.

En el fondo, el cambio climático actúa como un espejo de nuestras sociedades. Refleja las desigualdades, la concentración de poder y los fallos de gobernanza, problemas que caracterizan a muchos países de nuestra región. Afrontarlo implica reconocer que los bienes comunes no son infinitos y que las externalidades negativas tienen un costo real que no puede seguir siendo ignorado. Significa también aceptar que la justicia económica y la reparación histórica no son elementos secundarios, sino pilares centrales de cualquier agenda ambiental seria.

América Latina necesita, hoy más que nunca, fortalecer sus instituciones, promover la cooperación regional y global, y asegurar políticas públicas que integren costos ambientales en la toma de decisiones. La redistribución justa de los beneficios es clave para garantizar que nadie quede excluido del derecho a un ambiente sano. Negar esta realidad no es solo un error político: es un atentado contra el futuro colectivo. Si la tragedia de los recursos comunes no se enfrenta con visión y solidaridad, corre el riesgo de convertirse en una tragedia para toda la humanidad.

El cambio climático no puede abordarse como un lujo ni como un gesto filantrópico. En América Latina, enfrentarlo es una necesidad vital para preservar la vida, reducir desigualdades y construir un futuro digno. La biosfera es un bien común que requiere de acción colectiva para su protección. Los fallos de mercado y las externalidades negativas son realidades urgentes, y la justicia económica es una condición ineludible para avanzar hacia sociedades resilientes. Ignorar estas lecciones, o ceder a los intereses cortoplacistas, solo nos condenará a repetir la tragedia de los recursos comunes en escala global, con consecuencias irreversibles para el planeta y para las generaciones futuras.

Autor

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Profesor de la Univ. Autónoma de Barcelona. Doctor en Economía por la Univ. de Barcelona. Master en Desarrollo del Centro de Asuntos Internacionales de Barcelona (CIDOB). Especializado en econ. internacional y econ. urbana.

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