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Democracia en juicio

La democracia brasileña no solo está juzgando a un expresidente: está midiendo su propia capacidad de resistir y aprender de la crisis.

Brasil vive un momento decisivo para su democracia. El Supremo Tribunal Federal (STF) avanza en la condena del expresidente Jair Bolsonaro por su papel en el intento de golpe de Estado de 2023. Al mismo tiempo, el Congreso Nacional debate un proyecto de amnistía que busca perdonar a los implicados en esos ataques. Dos procesos distintos, pero conectados por una misma disputa: definir los límites del poder y el sentido de la democracia en el país.

En septiembre, la Primera Turma del STF formó mayoría para condenar a Bolsonaro por cinco delitos: intento de golpe de Estado, organización criminal y daño al patrimonio público, entre otros. Las pruebas incluyen reuniones documentadas con militares y asesores en las que se discutieron maniobras para desconocer el resultado electoral de 2022. Es la primera vez en la historia de Brasil que un expresidente enfrenta una condena por conspirar contra el orden democrático.

La sentencia tiene un peso institucional evidente: reafirma que ningún líder está por encima de la ley. Pero su impacto va más allá de los tribunales. El bolsonarismo —una corriente que mezcla conservadurismo extremo, discurso religioso y nacionalismo autoritario— se consolidó a partir del enfrentamiento con las instituciones. Cada decisión judicial alimenta, para sus seguidores, la idea de persecución política.

De hecho, Bolsonaro y sus aliados han intentado convertir el proceso judicial en un nuevo frente político. En sus redes sociales, el expresidente se presenta como víctima del sistema, repitiendo el guion del trumpismo en Estados Unidos: atacar a las instituciones, deslegitimar los procesos judiciales y movilizar emocionalmente a sus bases. Este discurso sigue siendo eficaz porque conecta con una franja social diversa —militares retirados, sectores evangélicos, empresarios conservadores y votantes desencantados con la política tradicional—. La narrativa del “perseguido” mantiene viva la identidad del movimiento incluso fuera del poder.

Mientras tanto, el Partido Liberal (PL), principal plataforma del bolsonarismo, impulsa en el Congreso un proyecto de amnistía para los responsables de los ataques del 8 de enero de 2023, cuando multitudes asaltaron los edificios de los tres poderes en Brasilia. Presentada como un gesto de “pacificación nacional”, la iniciativa busca, en realidad, borrar las consecuencias judiciales del golpe y reinstalar a Bolsonaro en el tablero político.

La propuesta tendría tres efectos inmediatos. Primero, reabriría la posibilidad de que Bolsonaro vuelva a competir, pese a su inelegibilidad hasta 2030. Segundo, fortalecería a los gobernadores y líderes regionales que heredan su base electoral —como Tarcísio de Freitas, en São Paulo—, reconfigurando el bloque conservador con vistas a 2026. Y tercero, empujaría al STF a un nuevo choque con el Congreso, que tendría que pronunciarse sobre la constitucionalidad de la medida.

La tensión entre el Poder Judicial y el Legislativo no es nueva, pero alcanza hoy un punto crítico. Si el Congreso aprueba la amnistía, la Corte deberá decidir si respeta la voluntad política o la invalida por contrariar principios básicos del Estado de derecho. En cualquier escenario, el STF quedará en el centro de la tormenta.

Desde 2018, el Supremo ha sido el principal dique institucional frente a los impulsos autoritarios del bolsonarismo. Pero ese papel de guardián lo expone a una paradoja: cuanto más actúa para defender la democracia, más refuerza el argumento de que interfiere en la política. Es un ejemplo de la llamada “judicialización de la política”: cuando los tribunales terminan resolviendo conflictos que deberían dirimirse en el terreno electoral o en el Congreso. El resultado es una democracia en la que el STF funciona como árbitro indispensable, pero también como blanco de desconfianza y ataques.

El caso brasileño no está aislado. En Estados Unidos, Donald Trump capitaliza sus múltiples procesos judiciales. En Europa, líderes de extrema derecha se fortalecen denunciando supuestos “abusos” de la justicia o de la Unión Europea. En todos los casos, la estrategia es similar: convertir la rendición de cuentas en persecución política y las sentencias en símbolos de resistencia.

Brasil comparte esa lógica global, aunque con una diferencia crucial: su democracia todavía se reconstruye después de los años de erosión institucional bajo Bolsonaro. Por eso, las decisiones que adopten hoy el STF y el Congreso no son solo sobre un expresidente, sino sobre la capacidad del sistema político de sostener el Estado de derecho sin fracturarse.

El dilema no es únicamente jurídico. Es también histórico y moral. La amnistía de 1979, durante la dictadura militar, dejó impunes los crímenes de tortura y represión. Cincuenta años después, una nueva amnistía podría repetir el error: confundir reconciliación con olvido.

Condenar a Bolsonaro no resolverá por sí sola la crisis democrática, pero enviará una señal clara: las instituciones tienen límites y responsabilidades. En cambio, aprobar la amnistía significaría normalizar el golpismo, degradar la memoria colectiva y abrir espacio a nuevas rupturas.

El juicio y la amnistía son dos caras del mismo desafío: cómo responder al autoritarismo una vez que deja el poder. Castigarlo puede generar resistencia; perdonarlo, impunidad. Lo que Brasil necesita no es revancha, sino instituciones capaces de procesar los conflictos sin romperse.

Bolsonaro será recordado no solo por haber intentado subvertir la democracia, sino por haber obligado al país a preguntarse qué significa realmente defenderla. La sentencia que se discute hoy en el Supremo no juzga únicamente a un hombre, sino también la madurez de una democracia que aún aprende a protegerse de sus propios fantasmas.

Autor

Profesora de Ciencia Política en la Universidade Federal do Estado do Rio de Janeiro (UNIRIO). Miembro de la Red de Politólogas #NoSinMujeres.

 

 

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