En el umbral de una nueva era tecnológica, América Latina observa con cierta mezcla de esperanza y temor el avance de la inteligencia artificial. En los discursos oficiales y los foros empresariales se repite con entusiasmo que la región debe subirse al tren de la innovación, pero en las calles, en los talleres y en las aulas, la pregunta es otra: ¿quién diseña realmente el futuro de nuestros empleos?
Si algo enseña la historia latinoamericana es que las revoluciones tecnológicas, cuando llegan sin política y sin equidad, suelen ampliar la distancia entre quienes deciden y quienes obedecen. Los datos recientes de la Organización Internacional del Trabajo son elocuentes. Entre un 26% y un 38% de los trabajos en América Latina y el Caribe podrían verse afectados por la irrupción de la inteligencia artificial generativa. De ese universo, entre un 8% y un 14% experimentaría mejoras de productividad gracias al uso de herramientas de automatización y análisis, mientras que entre un 2% y un 5% corre el riesgo de desaparecer por completo. Detrás de esos porcentajes hay personas reales: trabajadores administrativos, técnicos, vendedores, docentes o profesionales independientes.

La inteligencia artificial reconfigura silenciosamente las tareas, las jerarquías y las oportunidades. Y en una región marcada por desigualdades estructurales, el impacto no será uniforme. Mientras las grandes empresas urbanas pueden invertir en capacitación, conectividad y transformación digital, millones de trabajadores informales, jóvenes sin acceso a educación técnica o comunidades rurales sin conexión estable quedan fuera del mapa del progreso. El Banco Mundial calcula que entre un 30% y un 40% de los empleos en la región están expuestos a los efectos de la IA, y que hasta diecisiete millones de trabajadores podrían no beneficiarse de ella por falta de infraestructura digital o competencias adecuadas.
La paradoja es que, en un continente que exporta talento, la gran mayoría de su población sigue siendo usuaria pasiva de tecnologías diseñadas y gobernadas por otras regiones. El dilema entonces no es solo económico o laboral, sino político. ¿Quién define las reglas del juego en esta nueva revolución industrial? Las corporaciones tecnológicas que desarrollan los modelos de lenguaje y controlan los datos ya marcan el ritmo del cambio, pero los Estados, las universidades y las comunidades locales parecen correr detrás, intentando entender un fenómeno que avanza más rápido que las leyes y los presupuestos.
En los países más avanzados de la región, como Chile, Brasil o México, ya se han impulsado estrategias nacionales de inteligencia artificial. Sin embargo, pocas incluyen mecanismos reales de gobernanza o participación ciudadana. Las políticas suelen centrarse en promover la adopción tecnológica sin preguntarse quién controla los algoritmos, cómo se protegen los datos personales o qué ocurre con los trabajadores desplazados. En otras palabras, hablamos mucho de innovación, pero poco de evolución tecnológica. El riesgo de una dependencia digital se cierne sobre América Latina: así como en el siglo XX la región dependió de la importación de maquinaria industrial o de tecnología militar, hoy podría quedar atrapada en la importación de algoritmos. Consumimos plataformas que no reflejan nuestras lenguas, nuestros valores, ni nuestras realidades. Si no desarrollamos modelos propios, la inteligencia artificial terminará siendo una nueva forma de colonialismo, una en la que no se dominan territorios, sino datos.
Se deben promover más iniciativas, como cuando, por ejemplo, en junio de 2025, varios países latinoamericanos lanzaron una iniciativa conjunta para desarrollar un modelo de lenguaje regional, Latam-GPT, destinado a incorporar expresiones, acentos y contextos propios del español y del portugués latinoamericanos. No se trata solo de una cuestión lingüística, sino cultural y política, y una oportunidad de incentivar la posibilidad de que nuestros algoritmos aprendan de nosotros y no únicamente de bases de datos foráneas.
Si esta experiencia prospera, podría marcar el inicio de una soberanía tecnológica regional, algo que América Latina no ha tenido desde hace décadas. Pero más allá de la innovación, el debate crucial sigue siendo social. En una economía donde casi la mitad del empleo es informal, la automatización puede resultar devastadora si no se acompaña de políticas activas. Los sectores más vulnerables como los servicios administrativos, comercio minorista, atención al cliente, logística, están entre los más expuestos.
En muchos casos, la inteligencia artificial reemplaza tareas, no personas completas, pero la fragmentación laboral puede erosionar la estabilidad de millones de hogares. Sin redes de protección, reconversión profesional o apoyo al emprendimiento, los desplazados tecnológicos quedarán condenados a la precariedad. La otra cara del problema son los trabajadores invisibles detrás de la inteligencia artificial, es decir aquellos que etiquetan, corrigen o validan datos desde América Latina para alimentar los modelos globales.
Talentos venezolanos, argentinos, ecuatorianos, brasileños, entre otros, realizan ese trabajo remoto y precario por sueldos mínimos. Es la paradoja de una región que, mientras discute sobre el futuro del trabajo, ya sostiene parte de la economía digital mundial en condiciones del siglo XIX. Si América Latina quiere transformar esta crisis en oportunidad, debe actuar ahora. El primer paso es definir políticas nacionales de inteligencia artificial con enfoque social, no meramente productivo. La IA no puede ser solo un tema de innovación empresarial, debe incluir estrategias de capacitación masiva, conectividad inclusiva, educación tecnológica y regulación ética. Sin una alfabetización digital amplia, la mayoría de la población quedará atrapada entre la fascinación y el miedo.
La infraestructura digital sigue siendo el gran cuello de botella, pues no existe inclusión sin acceso, y sin acceso no hay equidad. Las inversiones en fibra óptica, 5G y redes satelitales deberían considerarse tan estratégicas como las obras viales o energéticas. Del mismo modo, la educación necesita una revolución de contenido, orientada a formar a las nuevas generaciones en pensamiento algorítmico, ética de datos y creatividad digital, no solo en el uso instrumental de la tecnología. Los países más pequeños, como Ecuador o Uruguay, pueden encontrar en esta transición una ventaja comparativa si apuestan por políticas ágiles y alianzas con universidades, startups y gobiernos locales. Ecuador, por ejemplo, podría impulsar una estrategia de IA aplicada a sus desafíos estructurales, como lo es la gestión del agua, agricultura sostenible, prevención de desastres o educación rural. Si el país logra vincular tecnología con propósito social, podría posicionarse como un referente regional en innovación inclusiva.
El componente ético es igualmente urgente. Los ciudadanos tienen derecho a saber cuándo una decisión pública ha sido mediada por un algoritmo, cómo se usan sus datos y qué sesgos existen en los modelos que afectan su vida. La transparencia algorítmica y las auditorías independientes deberían formar parte de la agenda democrática. La inteligencia artificial no debe reemplazar la política, sino mejorarla. Por estas razones, el gran reto latinoamericano no está en aprender a usar la inteligencia artificial, sino en decidir qué queremos hacer con ella. Si permitimos que la innovación avance sin dirección, corremos el riesgo de profundizar nuestras desigualdades, pero si la transformamos en una herramienta de desarrollo humano, podríamos estar ante una oportunidad histórica hacia el salto productivo y educativo.
En esta disyuntiva, el papel de las universidades, los científicos y los pensadores públicos será decisivo. Necesitamos voces que conecten la tecnología con la ética, la productividad con la justicia, la innovación con la empatía. El futuro del trabajo no puede diseñarse desde laboratorios desconectados de la realidad social. La inteligencia artificial nos confronta con una pregunta moral y política: ¿queremos una tecnología que nos sustituya o una que nos complemente? La respuesta dependerá de si América Latina decide ser autora o simple espectadora de su propio futuro.











