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El fin del gobierno de Dina Boluarte y el patrón de los fracasos presidenciales en la región

La destitución de Dina Boluarte no es un hecho aislado, sino la confirmación del patrón de inestabilidad que marca a las presidencias latinoamericanas desde hace más de cuatro décadas.

El 10 de octubre, el Congreso peruano aprobó una moción de vacancia por “permanente incapacidad moral” y puso fin al gobierno de Dina Boluarte. El suyo se convierte así en el caso número 25 de “fracaso presidencial” (esto es, todos los presidentes que han sido obligados a dejar el poder) en América Latina desde 1980 a la fecha, si contamos a aquellos que han permanecido en el cargo por un periodo significativo (quedan excluidos casos como los de Rosalía Arteaga de Ecuador, Adolfo Rodríguez Saá en Argentina, y Manuel Merino de Perú que ejercieron presidencias interinas por menos de dos semanas).

La moción de censura que vacó el máximo cargo de Perú fue el noveno intento desde que asumió la presidencia en diciembre de 2022 tras la caída de Pedro Castillo luego de su fallido intento de autogolpe. Con ello, Perú alcanzó un nuevo récord regional: cinco presidentes “fracasados” antes de concluir su mandato, superando a Bolivia y Ecuador, que acumulan cuatro casos cada uno.

Más que un episodio aislado, la salida de Boluarte confirma un patrón que he documentado en mi libro Why Presidents Fail (2024): la creciente dificultad de los mandatarios latinoamericanos para sostenerse en el poder.

Las causas inmediatas

Los análisis sobre los principales desafíos enfrentados por la administración Boluarte identifican tres factores principales que ayudan a explicar su caída. El primero es la frecuencia y magnitud de las protestas callejeras. En solo dos años, su gobierno fue testigo de más de 1.700 protestas, según el Observatorio para la Democracia y Gobernabilidad. Las manifestaciones dirigidas específicamente contra el Ejecutivo son un factor clave para explicar la inestabilidad presidencial. Según mi investigación, cada protesta masiva de ese tipo aumenta en casi 30% el riesgo de que una presidencia fracase.

El segundo factor es el peso de los escándalos presidenciales. El llamado caso Rolex y las acusaciones por enriquecimiento ilícito, sumados a su polémica ausencia para someterse a cirugías estéticas, combinaron elementos de corrupción y moralidad pública. En mis estudios, este tipo de escándalos –ya sean por corrupción, escándalos morales o abuso de poder– elevan en promedio un 13% el riesgo de que un presidente sea forzado a dejar el cargo.

El tercer elemento es la inseguridad y el crimen organizado. Como señaló el analista Will Freeman, Boluarte podría ser la primera presidenta latinoamericana destituida por su incapacidad de enfrentar el crimen organizado. Este es un aspecto novedoso en la explicación de las presidencias fracasadas: la erosión del control territorial y la inseguridad como detonantes de crisis políticas.

El trasfondo estructural

Pero las causas inmediatas solo cuentan una parte de la historia. La inestabilidad de Perú –y de Boluarte en particular– tiene raíces más profundas en la debilidad crónica de sus partidos.

Los presidentes en cualquier país, tanto para que sus proyectos se aprueben como para que sus gobiernos sean estables, necesitan de relativamente buenas relaciones con los partidos. Esto puede lograrse en países con partidos débiles, medianamente institucionalizados, o fuertes. No obstante, como argumento en Why Presidents Fail, solo en el caso de estos últimos las relaciones presidente-partidos se sustentan en aspectos programáticos y en visiones compartidas de largo plazo. En los partidos oficialistas, estos elementos generan lealtad real hacia el presidente; en los de oposición, produce un espíritu republicano, institucional, que los induce a respetar los procesos y principios democráticos. Todo esto contribuye a presidencias más duraderas y democráticas.

Por el contrario, cuando los partidos son parcialmente institucionalizados o claramente débiles, la cooperación presidente-partidos descansa en aspectos meramente instrumentales y superficiales, y en lógicas de quid pro quo; todas orientadas al corto plazo. Sin embargo, esa estabilidad es engañosa: no descansa en convicciones ideológicas ni en acuerdos programáticos, sino en intercambio de favores, en “lealtades” transaccionales y efímeras, las cuales rápidamente pueden cambiar de dueño.

En este tipo de sistemas, el cortoplacismo domina. Las alianzas cambian al ritmo de las conveniencias inmediatas, y la “compra de voluntades” reemplaza las visiones políticas orientada al largo plazo. En ese escenario, la caída de un presidente depende menos de una convicción moral o ideológica y más de la convergencia circunstancial de actores dispuestos a coordinar su destitución sin mayor consideración por las implicaciones futuras de sus acciones.

Del blindaje al abandono

Durante más de dos años, Boluarte se benefició de esa lógica. Los partidos representados en el Congreso la protegieron de ocho mociones de vacancia entre enero de 2023 y mayo de 2024. Pero su supervivencia claramente no respondía a una coalición ideológica, sino a un pacto de conveniencia. Más bien a una “coalición autoritaria” como la etiquetó el académico peruano Omar Coronel. Esta coalición ad hoc, virtualmente sustentada en asegurar el poder y los cargos políticos hasta 2026, fue clave para explicar la estabilidad del gobierno de Boluarte a pesar de los significativos desafíos a su autoridad por parte de las masivas olas de protestas antigubernamentales. La propia naturaleza de este tipo de coaliciones no puede entenderse sino en un contexto de partidos débiles o inexistentes, como es el caso de Perú.

Cuando la presidenta se volvió (aun más) impopular, incapaz de ofrecer una respuesta al avance del crimen organizado y debilitada por los escándalos, su utilidad política se agotó. Las protestas de las últimas semanas de la “Generación Z” y las movilizaciones de transportistas cansados de las extorsiones y sicariatos debilitaron significativamente a Boluarte. La gota que rebalsó el vaso fue el ataque armado al popular grupo de cumbia Agua Marina el 8 de octubre. Este trágico evento no solo validó las demandas sociales, sino que dejó sin margen de maniobra a los partidos oficialistas en el Congreso. Estos últimos, en un esfuerzo clásicamente egoísta y cortoplacista para mejorar sus chances de ganar la reelección, abandonaron raudamente a Dina Boluarte. Las mismas fuerzas que habían cerrado filas en su defensa decidieron abrirle la puerta de salida en una votación unánime.

¿Expectativas?

A diferencia de otras crisis presidenciales, el reemplazante de Boluarte proviene del mismo sector político que fue blanco de las protestas, aunque la expresidenta concentraba el grueso del descontento. Se trata, en rigor, de una suerte de gatopardismo sucesorio: cambiar algo para que nada cambie. Bajo estas condiciones, la transición corre el riesgo de fracasar incluso antes de concretarse en su intento por desescalar –aunque sea temporalmente– la crisis.

Autor

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Ph.D. en Ciencia Política en Loyola University Chicago, Estados Unidos. Investigador de la Facultad de Economía y Gobierno de la Universidad San Sebastián. Socio y Director de Política en StreamData, y Director Alterno del Núcleo Milenio sobre Crisis Políticas en América Latina – CRISPOL.

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