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La huella de la injerencia china

La brecha entre el discurso chino de “no injerencia” y sus prácticas de presión e intimidación queda en evidencia en múltiples regiones del Sur Global.

Durante la última década, en su aspiración por consolidarse como un actor hegemónico en distintas regiones del Sur Global —desde África y Asia Pacífico hasta América Latina—, China ha buscado ganarse las mentes y los corazones de la opinión pública mediante grandes inversiones en infraestructura bajo el paraguas de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, acompañadas por una retórica diseñada para contrastar con las deudas históricas de las potencias occidentales. 

Desde ahí, China ha promovido fórmulas como las “relaciones horizontales”, la “cooperación Sur-Sur” y, sobre todo, la “no injerencia” en los asuntos internos de otros países como principios rectores de su política exterior, en abierta oposición a la imagen de intervencionismo estadounidense marcada por décadas de operaciones militares y agendas de seguridad nacional en América Latina.

El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca reforzó esta narrativa. Los embates unilaterales del 47º presidente contra sus propios aliados —la imposición de aranceles, el retiro de cooperación internacional, el distanciamiento de organismos multilaterales— facilitaron que Pekín se presentara como una potencia responsable, abierta al diálogo, al consenso y a la cooperación entre iguales. No es casual que, en este período, China impulsara acuerdos comerciales con Corea del Sur y Japón —dos de sus competidores regionales más directos—, defendiera mecanismos de arbitraje internacional como la OIMed y avanzara rápidamente en áreas donde el repliegue de USAID dejó un vacío visible.

Sin embargo, los acontecimientos recientes revelan un patrón difícil de conciliar con esa imagen. Por detrás del discurso de neutralidad y respeto mutuo que la RPC proyecta hacia el Sur Global, persiste una práctica política que contradice sus propios principios declarados. Allí donde algún gobierno, legislador o candidato cuestiona el tema de Taiwán —un punto especialmente sensible para el Partido Comunista—, Pekín abandona la prudencia diplomática para ejercer presiones directas, emitir advertencias públicas o interferir abiertamente en los debates internos. Del Pacífico al Caribe, estos episodios confirman que China está lejos de ser la potencia responsable que afirma ser.

La no injerencia bajo escrutinio

Tres episodios recientes ilustran bien esta contradicción. El 7 de noviembre de 2025, la primera ministra japonesa, Sanae Takaichi, afirmó que Japón asumiría “responsabilidades históricas” ante cualquier agresión china contra Taiwán. La reacción de Pekín fue inmediata y, en buena medida, ilustrativa de su diplomacia de lobo guerrero. Entre los comentarios difundidos por la prensa japonesa, un funcionario diplomático chino llegó a insinuar que Takaichi “merecía perder la cabeza” por sus declaraciones, una frase que —más allá del tono— revela hasta qué punto la retórica china se ha vuelto abiertamente confrontativa cuando la cuestión taiwanesa entra en juego.

El episodio no se limitó al ámbito verbal. Pekín acompañó esas declaraciones con amenazas de restringir el suministro de tierras raras y con advertencias de viaje dirigidas a sus propios ciudadanos para desalentar el turismo en Japón. En conjunto, estos gestos encajan en un patrón ya conocido: respuestas desproporcionadas destinadas a castigar cualquier posicionamiento público que contradiga la narrativa oficial sobre Taiwán.

Los precedentes ayudan a entender esta respuesta. En 2010, tras un incidente en las islas Senkaku, China detuvo de facto la exportación de minerales estratégicos hacia Japón. En 2011, Noruega enfrentó restricciones tácitas a su salmón luego de que el Comité Nobel premiara a Liu Xiaobo, activista chino de derechos humanos. 

En 2021, Lituania fue objeto de una campaña de coerción económica tras permitir la apertura de una oficina de representación taiwanesa en Vilna. Y en 2024, Guatemala sufrió un embargo no declarado sobre el cardamomo —uno de sus principales productos de exportación— después de que el gobierno reafirmara su relación diplomática con Taipéi. La coerción económica es, pues, un instrumento habitual en la política exterior china.

Los otros dos episodios centroamericanos apuntan en la misma dirección. Recientemente, en Honduras, la embajada china exigió a un candidato presidencial que se retractara de sus declaraciones favorables a Taiwán y recordó a las “fuerzas políticas” que se trata de un asunto de “alta sensibilidad”. La advertencia omite algo fundamental: aunque el reconocimiento del principio de “una sola China” es condición para establecer relaciones diplomáticas, ese compromiso se limita a intercambios oficiales entre cancillerías. 

No impide que partidos, legisladores o candidatos expresen opiniones políticas o mantengan contactos no gubernamentales. De hecho, Pekín utiliza esos mismos espacios —interparlamentarios, partidarios— para proyectar su influencia en países que aún reconocen a Taipéi. Pretender controlarlos revela la flexibilidad interesada de su doctrina de no injerencia.

Algo similar ocurre en Panamá. Mientras una delegación de legisladores panameños se encuentra actualmente de visita en Taipéi, la embajada china emitió una advertencia inusualmente severa, insinuando que ese viaje podría “dañar la confianza mutua” y “afectar los intereses fundamentales” de la RPC. 

La cancillería panameña respondió recordando que los parlamentarios actúan con autonomía constitucional y que sus desplazamientos no constituyen política exterior oficial. Para Pekín, sin embargo, cualquier gesto —incluso informal— que legitime a Taiwán es tratado como una provocación.

Del Pacífico al Caribe, estos casos demuestran la distancia entre la retórica china de no injerencia y su comportamiento real. Cuando gobiernos, Parlamentos o actores políticos se pronuncian sobre Taiwán, Pekín abandona la neutralidad y despliega presiones económicas, advertencias diplomáticas e intentos explícitos de disciplinamiento. La no injerencia opera como narrativa; la intervención, como práctica.

Taiwán como trasfondo

Como recuerda el profesor Miles Yu, la reacción desproporcionada de Pekín frente a cualquier gesto internacional hacia Taiwán descansa en una arquitectura jurídica e histórica frágil. China suele invocar la Resolución 2758 de la ONU como prueba de su soberanía sobre la isla, cuando dicho texto simplemente reconoce al gobierno de la República Popular como “el único representante legítimo de China” ante Naciones Unidas. 

No menciona a Taiwán, no exige unificación, no autoriza reclamos territoriales. La interpretación china es —como sostiene Yu— una construcción política posterior, más útil como herramienta de presión que como argumento legal.

A ello se suma una realidad histórica innegable: el Partido Comunista nunca ha gobernado Taiwán. Desde 1949, la isla ha desarrollado un orden institucional propio, democrático y funcional, completamente separado del continente. En este sentido, la ironía difundida desde Taiwán al referirse a la RPC como West Taiwan funciona menos como burla y más como recordatorio incómodo de que la continuidad histórica no respalda el reclamo de soberanía de Pekín; si algo, lo cuestiona.

Finalmente, existe un temor político aún más profundo. Taiwán demuestra —ante Asia y ante el mundo— que puede existir una sociedad china democrática, abierta y próspera, sin un partido único ni una burocracia autoritaria escudada en el desarrollo. Ese ejemplo, más que cualquier declaración diplomática, es lo que Pekín se empeña en contener.

Autor

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Investigador en el centro Expediente Abierto (www.expedienteabierto.org). Especializado en la influencia autoritaria de China y Rusia en América Latina. Autor del libro Viejas Ideas. ¿Nuevos Desafíos? Un estudio teórico sobre el ascenso del iliberalismo (Traveler, 2023).

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