El 31 de diciembre de 2019, mientras prácticamente la totalidad del planeta celebraba el cambio de año, la Comisión Municipal de Salud de Wuhan (provincia de Hubei, China) notificaba un conglomerado de casos de neumonía en la ciudad. Pocos imaginaban entonces que se estaba gestando una pandemia que alteraría el orden global. El 2019 había sido un año complejo donde el descontento con la situación política y socioeconómica había llevado a ciudadanos de diferentes puntos del planeta a movilizarse contra sus autoridades. Desde el Líbano a Ecuador, pasando por Francia o Puerto Rico, la población alzó su voz contra las medidas económicas adoptadas por sus Estados, el cambio climático o la violencia machista. Sin embargo, el 2020 sería el año más complejo a nivel global en la historia reciente.
El 25 de enero de 2020 se diagnosticó el primer caso de Covid-19 en Europa, cuando un hombre de 80 años procedente de la provincia de Hubei fue afectado por el virus y falleció apenas dos semanas después. El 21 de febrero se informó de un gran brote en Italia y el 13 de marzo la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró a Europa como epicentro de la pandemia. La pandemia llegó a América Latina un poco más tarde, diagnosticándose el primer caso el 26 de febrero de 2020 en Brasil. No obstante, la virulencia con la que afectó a la región pronto se hizo patente: y es que, si bien América Latina supone el 9% de la población mundial, durante el 2020 tuvo la quinta parte de los contagios y el 30% de las muertes.
En un contexto de crisis sanitaria, que posteriormente desembocaría también en económica y social, pronto se puso de manifiesto la necesidad de establecer mecanismos de cooperación para hacer frente a un problema de dimensiones globales. En este sentido, merece la pena rescatar el concepto de “resiliencia”, que protagonizó la Estrategia Global y de Seguridad de la Unión Europea (UE) años atrás. Siguiendo este principio, la UE asumía que en un mundo cada vez más complejo y globalizado, era necesario fortalecer la capacidad de los países para encajar choques externos. Por ello, la cooperación con los países en desarrollo, menos resilientes, conformaba un punto importante en la agenda europea.
La pandemia sirvió, sin duda, para poner en práctica este principio. Si bien la Covid-19 sometió a los sistemas de salud de la UE a un fuerte estrés, en América Latina y el Caribe (ALC) la capacidad de respuesta fue aún más precaria por la debilidad de sus sistemas. Pese a la adopción de políticas de distanciamiento social y/o confinamiento, existía un fuerte riesgo de colapso. La informalidad y la desigualdad social actuaron como obstáculos para el éxito de las medidas frente al virus y la escasa capacidad fiscal de los Estados impidió incrementar el gasto en salud y en la protección de los sectores más vulnerables. Además, la debilidad de los sistemas de integración regional dificultó la coordinación entre países y la adopción de medidas que permitieran hacer frente a la pandemia de manera conjunta.
En este contexto, y tras años de relativo silencio en la agenda birregional, la pandemia reactivó los canales de diálogo entre ALC y la UE. El 14 y 15 de diciembre de 2020 se celebró de manera híbrida la reunión ministerial informal UE-ALC. Allí, el Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y de Seguridad se comprometió a relanzar las relaciones transatlánticas más allá de las fronteras de Estados Unidos. Y es que, además de trabajar en la lucha contra la pandemia y las necesidades más urgentes de la región, era necesario abordar cuestiones pendientes. Entre ellas, las demandas sociales e institucionales que inspiraron las movilizaciones de 2019, la creciente polarización y la aparición de tendencias autoritarias en ciertos países de la región.
Ese compromiso ha ido materializándose en algunas iniciativas como el lanzamiento, el pasado mes de junio por parte de la Comisión Europea, de una iniciativa para reforzar la producción de vacunas y medicamentos en ALC y fortalecer los sistemas públicos de salud en esa región; la propuesta de la presidencia española del Consejo Europeo para el segundo semestre de 2023, de profundizar los vínculos entre regiones; o el proyecto de impulsar vínculos e inversiones sostenibles en los ámbitos digital, energético y del transporte, así como reforzar los sistemas de salud, educación e investigación.
La crisis sanitaria puso de relieve el descuido que habían sufrido las relaciones entre la UE y la ALC en los años previos a la pandemia. Y el contexto post-Covid ha evidenciado los riesgos que eso implica, no solo para el desarrollo de la región, sino también para el orden mundial. Como ejemplo, el acercamiento de algunos países latinoamericanos a Rusia tras la invasión a Ucrania y el rechazo a las sanciones impuestas por la UE.
Para evitar que se produzca un nuevo enfriamiento en los vínculos UE-ALC es necesario, junto con la cooperación en los ámbitos citados anteriormente, la aplicación de políticas económicas que permitan el intercambio comercial en igualdad de condiciones. Asimismo, es importante que la UE preste ayuda financiera a ALC para superar la crisis socioeconómica en la que está sumida y disminuir la dependencia de los países de la región al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional. Por último, la UE debe superar la visión homogénea de ALC ya que si quiere construir alianzas sólidas, es preciso que entienda las diferencias y necesidades específicas de los diferentes países.
Toda crisis es una oportunidad y la recuperación del mundo tras el impacto del coronavirus es un reto global que puede servir como elemento cohesionador. Que sirva como aliciente para reforzar una cooperación estratégica basada en el diálogo, el desarrollo y el multilateralismo.
*Este texto fue publicado originalmente en el blog de EU-LAC
Autor
Cientista Política. Profesora de la Univ. de Valencia (España) y docente externa en la Univ. de Frankfurt. Doctora en Estado de Derecho y Gobernanza Global por la Univ. de Salamanca. Especializada en élites políticas, representación, sistemas de partidos y política comparada.