Coautora Camila Gonçalves De Mario
Si un elemento fundamental de la modernidad tardía y del Estado contemporáneo es el derecho a matar, Jair Bolsonaro lleva esta característica a su máxima expresión. La política de Bolsonaro se basa en la muerte, la eliminación física de los ciudadanos de su país, y en particular de sus «enemigos»: aquellos que lo asustan por ser diferentes a sus normas morales. Bolsonaro es una expresión ejemplar de la política basada en la muerte, la necropolítica.
Antes es necesario que hagamos una aclaración. La necropolítica o el necropoder (política de muerte, poder de muerte) es un concepto desarrollado por Achille Mbembe, un filósofo político camerunés. Aquí la idea de biopoder de Michel Foucault es el punto de partida. Si el biopoder es aquella parte de la vida sobre la cual el poder tomó el control, Mbembe va más allá y afirma que para entender la modernidad y el Estado contemporáneo esta idea no es suficiente. Más que dejar vivir o exponer a la muerte, Mbembe destaca el derecho a matar. La política es el trabajo de la muerte y la soberanía es el derecho a matar.
La percepción de la existencia del otro como un atentado contra mi vida, como una amenaza mortal o un peligro absoluto, lleva a entender su eliminación como algo necesario para mi vida y mi seguridad.
Mbembe relaciona la soberanía del Estado con la idea de un estado de excepción. Las formas de soberanía que luchan por la autonomía no son la regla: lo común es la instrumentalización de la existencia humana, la destrucción material de los cuerpos humanos y poblaciones. El estado de excepción y la relación de enemistad son la base normativa del derecho a matar. El poder busca inventar la excepción, un enemigo. La percepción de la existencia del otro como un atentado contra mi vida, como una amenaza mortal o un peligro absoluto, lleva a entender su eliminación como algo necesario para mi vida y mi seguridad.
La necropolítica se ejemplifica en los colonialismos, las ocupaciones territoriales armadas, las guerras contemporáneas, las milicias y los Estados parcialmente disueltos. Define cómo las armas de fuego son desarrolladas para la máxima destrucción de personas y la creación de «mundos de muerte», en los que vastas poblaciones son sometidas a condiciones de vida que les dan un estatus de «muertos-vivos».
Hay que aclarar que el Estado brasileño siempre ha practicado el exterminio masivo de sus pobres, y que éstos tienen un color. En todas sus etapas, ha ido eliminando a su población negra e indígena (Mbembe percibe la idea de la raza como un elemento básico de la necropolítica, y la esclavitud moderna como fundamental en su desarrollo). Lo que ocurrió durante la dictadura cívico-militar, y ahora bajo Bolsonaro, es sólo la expansión de la necropolítica hacia las porciones blancas de la población. Cuando la muerte se acerca a los blancos, denunciamos los golpes y el avance del autoritarismo. Pero la ausencia de un Estado de derecho siempre ha marcado la vida y la muerte de los negros y los indios en Brasil.
También hay que mencionar que toda la trayectoria política de Bolsonaro se basó en el odio y la muerte. Esto siempre ha sido evidente, haciendo a quienes lo apoyaron en las elecciones presidenciales de 2018 corresponsables de la violencia que emanaba de su poder. La sangre que ensucia las manos de Bolsonaro y su grupo también se extiende a sus partidarios, ya sean los puntuales o los más fieles.
Bolsonaro dejó clara su agenda de poder desde el principio. Siempre se ha esforzado por establecer límites entre un «nosotros» formado por patriotas y buenos ciudadanos y un «otro» formado por izquierdistas, comunistas, minorías, defensores de los derechos humanos, ecologistas, todos aquellos cuyo discurso caracteriza como «victimismo» y defensa de lo «políticamente correcto».
A las minorías, Bolsonaro les advirtió: «que se adapten o perecerán»
Los mensajes eran claros. A las minorías, Bolsonaro les advirtió: «que se adapten o perecerán». A la izquierda prometió la «punta de la playa» (alusión a una base de la Armada de Restinga da Marambaia en Río de Janeiro, utilizada durante la dictadura cívico-militar para la ejecución de prisioneros políticos). A los buenos ciudadanos les aseguró que haría una «limpieza nunca vista en la historia de Brasil». Prometió la muerte. Sus propuestas de campaña consistían en la eliminación del enemigo y la destrucción del Brasil actual, porque la única manera de construir algo nuevo es «liberar a Brasil de la nefasta ideología de la izquierda», como declaró en una cena para simpatizantes justo después del comienzo de su mandato.
La destrucción está en marcha, así como la promoción de la muerte. Su necropolítica se manifiesta en la flexibilización de las leyes de tráfico, como el fin de las multas para quienes no utilicen los cinturones de seguridad y los asientos para niños en los asientos traseros de los coches, o el fin de los radares móviles y ocultos. También se expresa en facilitar la posesión de armas y los esfuerzos repetidos para liberar la posesión de armas. Su gobierno promueve la muerte al desmantelar la legislación de protección del medio ambiente, lo que se evidencia en su omisión de combatir la deforestación y los incendios en el Pantanal y el Amazonas.
Este mismo proyecto incluye el desmantelamiento de las políticas públicas, los servicios y las acciones destinadas a proteger a las minorías que son sistemáticamente asesinadas o víctimas de diferentes formas de violencia: pueblos indígenas, quilombolas, mujeres, homosexuales, negros pobres, todos abandonados a su suerte. Aquí añadimos la negación y el silencio frente al racismo, un mecanismo central para la puesta en marcha de la necropolítica.
La política de la muerte de Bolsonaro alcanza su plenitud en su manejo de la pandemia de coronavirus. Sus discursos y acciones han pasado de la negación de la pandemia a la minimización de los síntomas de la COVID-19 (que no sería más que una «gripecita»), para culminar ahora en la adopción de una retórica antivacunas y un boicot a la aplicación de un plan nacional de vacunación. Su principal táctica era poner de relieve el desempleo y la pobreza como efectos deletéreos de un «pánico colectivo fuera de lugar» y las acciones «irresponsables» de los gobernadores y alcaldes causadas por el temor a la enfermedad y la muerte. Este es un punto importante. Hay un esfuerzo por naturalizar la muerte por COVID-19, como si fuera inevitable, como la muerte misma, el destino de todos.
Dos entendimientos inmediatos resultan de esta naturalización: 1) Los que temen la enfermedad son cobardes; 2) Los que actúan para combatirla son enemigos del pueblo, enemigos de Brasil. Es una construcción que adopta la lógica de la guerra, de la polarización que opera de manera antidemocrática, sirviendo a la necropolítica y alimentando la oposición entre «nosotros» y «ellos» (que a los ojos de Bolsonaro no son más que «maricas» que quieren huir de la realidad, al fin y al cabo todos moriremos algún día).
En el momento en que escribimos este artículo, Brasil está experimentando una nueva ola de la pandemia. Con un promedio diario de casos y muertes en aumento, el país se está acercando a la marca de 200.000 muertes, con más de 7 millones de casos de COVID-19 registrados. Mientras tanto, Bolsonaro declara que no hay prisa por la vacuna, porque «los números han demostrado que la pandemia está llegando a su fin». Con todo esto, debemos subrayar: Bolsonaro es responsable de la muerte de miles de brasileños.
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Foto del Palacio del Planalto en Foter.com / CC BY
Autor
Profesor de Ciencia Política de la Univ. Fed. del Estado de Rio de Janeiro (UNIRIO). Vicedirector de Wirapuru, Revista Latinoamericana de Estudios de las Ideas. Postdoctorado en el Inst. de Est. Avanzados de la Univ. de Santiago de Chile.