El término «posverdad» pretende designar una marca de nuestro tiempo, cuando las creencias pesan más en la formación de la opinión pública que las pruebas o los argumentos racionales. Esto distinguiría nuestra época de las anteriores.
¿Pero cuándo fue diferente?
Lo que distingue nuestro tiempo no es lo que indica la definición de posverdad. Las creencias, los argumentos racionales y las evidencias son cosas diferentes, salvo que éste no es el principal problema de la posverdad, sino la producción deliberada y la proliferación alarmante de argumentos del tipo más fantasioso y reaccionario, que se presentan como si fueran racionales y estuvieran respaldados por pruebas. La posverdad, por tanto, se refiere menos a la veracidad de la información y más a la credibilidad de las fuentes de información fantasiosa y reaccionaria.
Estas fuentes se multiplican, con sorprendente alcance y capilaridad, en las redes sociales digitales, propiedad de grandes corporaciones, en su mayoría norteamericanas, que se han convertido en las más ricas del mundo gracias a la popularización de servicios de conexión casi universal a precios modestos.
A cambio del servicio, cedemos nuestros datos de comportamiento, que se transforman en metadatos (datos sobre los datos) en el multimillonario mercado del comportamiento predictivo. La cesión de datos y su transformación en metadatos se despliega, en el otro extremo, en una eficiente inducción al consumo de cosas, estilos de vida y visiones del mundo, que se convierten en nuevos datos y así sucesivamente. El atractivo emocional genera más compromiso y beneficios que el compromiso con la verdad. Y ahí es donde lo barato sale caro.
¿Por qué creemos a alguien? ¿Por qué dudamos? ¿Qué son las «pruebas» y los «argumentos racionales»? Fuera del debate especializado de científicos y filósofos, los argumentos racionales son simplemente aquellos aparentemente respaldados por pruebas, a primera vista coherentes y superiores a los argumentos contrarios. Uno no tiene mucho tiempo, estímulo o preparación para gastar en largos debates y comprobaciones. En realidad, al menos en Brasil, la mayoría de la gente ni siquiera tiene recursos para eso, porque los paquetes de datos más baratos sólo dan acceso a ciertas redes, como Facebook, dueña de WhatsApp, que para mucha gente son el propio internet.
Ahora bien, el universo de las fake news está formado por un gran conjunto de argumentos aparentemente racionales, basados en pruebas aparentemente reales. Fuera de las religiones, nadie da crédito a una información que parece fantasiosa y absurda. Esta percepción variará según el marco de referencia de la realidad de cada grupo social. Estos marcos se forman en las familias, las iglesias, las escuelas, los medios de comunicación y las redes digitales. Estos últimos filtran cada vez más los significados de los otros, produciendo nuevos marcos. A medida que se multiplican, algunas referencias comunes se desvanecen.
La posverdad, por tanto, no resulta de una devaluación de la verdad, de las pruebas y de los argumentos racionales, como se suele afirmar, sino de la intensificación de la crisis de credibilidad de las principales autoridades cognitivas modernas, la llamada prensa seria, la ciencia y el Estado de Derecho, para amplios sectores de la población.
Esta crisis proviene del reconocimiento público del alejamiento de estas instituciones de sus intereses y de su subordinación a los intereses corporativos. También resulta de las consecuencias sentidas, pero no necesariamente comprendidas, de la crisis económica mundial, concomitante con el aparente cierre de la perspectiva moderna de una vida mejor, ya sea en un marco socialista o liberal.
¿Quienes se favorecen?
Esta situación es desconcertante y favorece la aparición de miríadas de pseudo autoridades cognitivas, situadas en la extrema derecha del espectro político, que se multiplican como una plaga en las redes digitales y en sectores de la prensa, donde se exalta la bandera de la libertad de expresión de forma ultraindividualista y neotribal, desligada del compromiso iluminista con la razón que la fundó originalmente.
La confusa percepción de las causas de la crisis económica, sumada a estas pérdidas de referencias y horizontes, son terreno fértil para la proliferación de los análisis y soluciones más estrafalarios y oportunistas, que a una velocidad y escala alarmantes, sin precedentes, exhuman nuevas e innovadoras mezclas de ingredientes putrefactos del pasado: terraplanismo, intolerancia religiosa, racismo, misoginia, movimientos antivacunas, antiintelectualismo, nazismo.
En el ambiente posmoderno de la posverdad, la desconfianza en las autoridades, una sana conquista de la modernidad, se convierte en una mezcla de escepticismo salvacionista y dogmatismo. En Brasil se ha creado un ambiente político y cultural de alucinante irrealidad en las redes digitales.
No se puede olvidar el papel de los grandes medios de comunicación corporativos en llevarnos a nuestro estado actual. Porque si no fuera por la implacable persecución política contra el Partido de los Trabajadores, difícilmente se habría producido el fraudulento impeachment de Dilma Roussef y el ilegal encarcelamiento de Lula, acontecimientos que prepararon el camino para la carrera hacia el infierno sanitario, cultural, psicológico, ecológico y económico en el que nos hemos visto inmersos, transformando el «país del futuro» en un vagón turboalimentado que va contra la historia.
Recientemente apareció en la prensa brasileña una refutación de los científicos a la nueva declaración del actual presidente de Brasil contra las vacunas. El subtítulo del artículo dice: «Los expertos explican qué es esa ‘IgG del 991’ y por qué el argumento del presidente no tiene base científica».
¿Cuántos lectores de este texto saben lo que significa «IgG a 991», sin consultar a Google? ¿Daría Google las mejores respuestas? ¿En qué secuencia?
La cuestión es a quién dar crédito, ¿al presidente, a Google o a los expertos descalificados por el presidente, que recurre a otros expertos?
En realidad, es incluso saludable un cierto escepticismo en relación con los especialistas en general, especialmente los que figuran en los grandes medios de comunicación corporativos. Véase la lista de economistas de guardia en los informativos de la televisión brasileña, siempre dispuestos a legitimar «técnicamente» el desmantelamiento del servicio público y las políticas económicas antipopulares.
El problema es cuando esta sana desconfianza se convierte en escepticismo dogmático y adhesión acrítica a fuentes de información falsas. Peor aún es cuando estas fuentes, gracias a las plataformas digitales y sus redes (que también ganan dinero con ello), multiplican las burbujas de usuarios, cuyo sesgo de confirmación —la tendencia psicológica a creer sólo lo que confirma nuestras creencias y expectativas y a rechazar todo lo demás— favorece el autoengaño colectivo.
Lo más grave, sin embargo, es cuando una parte sustancial de la información que circula en estos grupos, forjando sus mitos, es financiada subrepticiamente por evasores de impuestos y destructores del medio ambiente. En el caso brasileño, hay fuertes indicios que asocian intestinamente estos elementos con políticos corruptos, reaccionarios, autoritarios y poco preparados como gestores. Algunos de ellos están guiados ideológicamente por un notorio charlatán y cruzan los márgenes de la ley, en connivencia con las milicias. Todo ello con la aquiescencia del gran capital y de sectores de la supuesta clase media ilustrada. La guinda del pastel es el escandaloso apoyo de una parte de la comunidad médica a la anticiencia, un extraño apoyo que merece un estudio por sí solo. Nada de esto es posverdad, es la pura verdad.
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Foto de Jorge Franganillo
Autor
Profesor de Comunicación y Ciencias de la Información de la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ). Coordenador del Centro Internacional de Ética de la Información en América Latina. Miembro de la Red Nacional de Lucha contra la Desinformación.