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Paralizados ante la desinformación

La desinformación no es un fenómeno reciente pero su crecimiento exponencial sí está correlacionado con el aumento del uso de internet y la masificación de las redes sociales. En este marco, vale aclarar que la desinformación se refiere a la difusión de información deliberadamente falsa, engañosa o sesgada, especialmente cuando la suministra un gobierno, sus instituciones o los líderes con la intención de influir en la política y opinión pública. El término mal informar (información errónea o incorrecta) es otra cosa. Este se diferencia de la desinformación en que es «intencionalmente neutra»: no es deliberada, simplemente es errónea. Y finalmente, la desinformación se diferencia de la propaganda en que siempre se refiere a algo que no es cierto, aunque a veces se use como propaganda.

Al momento de mapear cómo se configura la desinformación en la cabeza de los latinoamericanos, necesitamos entender en qué contexto se manifiestan sus percepciones y actitudes. Para ello, el “social listening” permite entender la conversación espontánea que circula por las redes sociales en base al tema y el nivel de afectación.

Los hallazgos del último estudio de la red de empresas WIN (Worldwide Independendent Network) en Latinoamérica en redes sociales indican que la desinformación crece significativamente durante momentos disruptivos, de crisis o de acontecimientos con alta demanda de información.

La pandemia, cuando la población estaba ávida de información respecto a las vacunas o a las medidas de bioseguridad, o la guerra entre Rusia y Ucrania, las crisis políticas y los procesos electorales son ejemplos de estos momentos. Y es que, a mayor demanda de información, menos tiempo para confirmar la veracidad de la información, la fuente o incluso para desmentirla.

El estudio, llevado adelante en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú y Paraguay da cuenta de que en muchos casos se suele usar la reputación de universidades o de medios de comunicación tradicionales para darle un halo de veracidad a esa noticia falsa. Y estas, se viralizan aún con mayor rapidez cuando se trata de personajes controversiales o cuando se busca infundir temor y caos.

Atentos pero vencidos por la inercia

Las noticias falsas están presentes en el día a día de las personas. Sin embargo, la mayoría se siente confiada en poder reconocerlas, aunque no está instalado el hábito de chequear la información a la que se accede. Según el estudio, donde se consultó a 6.049 personas de estos ocho países, seis de cada diez brasileños y algo menos de ecuatorianos consideran que todos los días se encuentran con noticias falsas. En Latinoamérica, esta percepción suele ser alta.

En este marco, algo más de la mitad de los argentinos (55%) y mexicanos (53%) sienten cierta confianza en poder reconocer fake news. Sin embargo, a pesar de la alta exposición a la desinformación, más de la mitad de los latinoamericanos rara vez o nunca verifica la fuente o precisión de la información a la que está expuesto.

Pero si la ciudadanía se siente acosada por la manera sesgada y desfigurada de relatar la realidad y se preocupa, pero por otro lado no se esfuerza en protegerse, ¿a quién delega esa función?

Más que lavarse las manos o resignarse a convivir escépticamente con la desinformación, los latinoamericanos parecen esperar que determinados actores tomen el liderazgo y se conviertan en los validadores y fuentes confiables para editar o- al menos- educar sobre las versiones problemáticas de la realidad derivada de las noticias falsas. La escuela es un de esos potenciales líderes, así como las entidades de “fact-checking” que se dedican a verificar la autenticidad de la información en redes sociales y medios de comunicación.

La academia (colegios y universidades) son otro potencial aliado. Siete de cada diez encuestados manifiesta confiar en la información proveniente de esta fuente y casi seis de cada diez los reconoce como los actores que mayor esfuerzo realizan en combatir la desinformación.

Sin embargo, aunque la academia es el actor que más confianza genera, también se le atribuye cierta responsabilidad en desinformar, con cierta distancia de la televisión, los medios tradicionales, los políticos, el gobierno y los motores de búsqueda de internet. Esto revela una crisis del sistema político cuyos actores son parte de este fenómeno de desinformación.

Las autoridades políticas como parte del problema

Los políticos y gobiernos sufren de una profunda desacreditación informativa. Apenas un 27% de latinoamericanos confía en la información brindada por su gobierno. Y la antigüedad de la gestión pareciera hacer mella en el crédito otorgado a los gobernantes, ya que los gobiernos entrantes tienen mayor credibilidad que aquellos con varios años de gestión.

El panorama es peor en el caso de los políticos ya que solo el 14% de los latinoamericanos confía en la información que difunden. De hecho, gran parte de los encuestados señalaron a los políticos y los gobiernos como los principales responsables de difundir desinformación al público, solo superados, en algunos casos, por la televisión y los periodistas.

Algunos países ven una salida en la legislación. Tal es el caso de Brasil, donde además de intentar regular, se han creado comisiones legislativas de investigación. Pero mientras quienes regulen sean percibidos como los menos confiables y responsables de desinformar, difícilmente se lograrán resultados.

Por ello, más allá de los esfuerzos por legislar al respecto, la toma de conciencia de esta problemática y los esfuerzos para reforzar conductas ciudadanas que impulsen al receptor de la noticia a comprobar la veracidad de la información, antes de compartirla, es clave para minimizar el impacto de las noticias falsas.

Autor

Directora Ejecutiva de Datum, consultora de opinión pública de Perú, y profesora de la Universidad del Pacífico. Actualmente es vicepresidente de WAPOR Latinoamérica (www.waporlatinoamerica.org)

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