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Las relaciones humanas como indicador de bienestar

Las relaciones humanas —más que el ingreso o los recursos materiales— emergen como un pilar decisivo del bienestar, revelando que la pobreza también se manifiesta en la fragilidad de nuestros vínculos y de la confianza social.

Como economista formado en una universidad pública en Colombia, crecí rodeado de personas talentosas y decididas a superar sus circunstancias. Hoy, cuando muchos de mis compañeros y yo hemos alcanzado metas que alguna vez parecieron inalcanzables, reconozco que nuestro avance no se explica solo por las capacidades innatas o los recursos económicos, sino por algo menos medible: el apoyo mutuo, el compañerismo, las amistades y los lazos de confianza que nos sostuvieron en los momentos más inciertos.

En medio del caos, cuando no sabíamos qué hacer o cómo resolver las dificultades, fueron esas relaciones humanas las que nos permitieron superarlas. Esa experiencia me lleva a cuestionar cómo la economía ha definido la pobreza y la calidad de vida, y hasta qué punto sus indicadores han dejado fuera lo más esencial de la vida social: nuestras conexiones con los demás.

Más allá del ingreso

Por décadas, la academia y los organismos internacionales han centrado el debate en indicadores que reducen la pobreza a una cuestión monetaria, como si un umbral de ingresos explicara por completo las condiciones del bienestar humano. Ni siquiera el enfoque de las capacidades —propuesto por Amartya Sen— logra capturar por sí solo la complejidad de la vida si las oportunidades reales están restringidas. Cuando se niega el acceso a una buena educación, a un empleo digno o a crédito, las capacidades se frustran y la pobreza persiste.

Pero hay algo más profundo que a menudo queda fuera de los análisis: las relaciones interpersonales. Como señaló Silvia Congost en la conferencia El secreto de las relaciones, la calidad de vida de una persona no depende exclusivamente de los ingresos, títulos o éxitos, sino de las relaciones de calidad: eso le da sentido a la vida. Medir la pobreza únicamente por ingresos o carencias materiales es, en el fondo, una forma de invisibilizar lo que nos hace humanos.

‘Ubuntu’: “Yo soy porque nosotros somos”

La filosofía africana ubuntu, difundida por Desmond Tutu y Nelson Mandela, ofrece una alternativa poderosa a los modelos de desarrollo centrados en el individuo. “Yo soy porque nosotros somos” sintetiza una visión del bienestar basada en la interdependencia. Desde esta perspectiva, la pobreza no se mide por lo que falta en el bolsillo, sino por lo que se ha roto en el tejido que une a las personas.

Esta pobreza relacional no alude a una carencia material, sino a la falta de vínculos sociales estables, confianza interpersonal y reconocimiento. Es una forma de empobrecimiento emocional y cívico que se traduce en aislamiento, miedo e indiferencia colectiva. Axel Honneth lo expresó con claridad: la lucha por el reconocimiento es tan importante como la lucha por los recursos. Una sociedad donde las personas carecen de reconocimiento y voz es una sociedad empobrecida, aunque su PIB crezca.

Aquí, ubuntu ofrece una brújula moral: nadie puede realizarse plenamente en la soledad. La vida humana florece en comunidad, donde el bienestar de uno depende del bienestar de los demás. Cuando el “nosotros” se desintegra, el “yo” también se empobrece.

Estudios recientes refuerzan esta idea. The Spirit Level, de Richard Wilkinson y Kate Pickett, muestra que las sociedades más desiguales no solo son menos saludables, sino también más desconfiadas. El Informe Mundial sobre la Felicidad 2024 identifica las relaciones sociales como el principal determinante del bienestar subjetivo, incluso por encima del ingreso. Y la OCDE, en su Better Life Index, incluye las “relaciones sociales” como una dimensión esencial del bienestar, aunque en América Latina aún no logran ser centrales en la política pública.

El desafío de lo virtual

A esta visión relacional debemos sumar un reto contemporáneo: la virtualidad.

Por más útiles que sean las redes sociales virtuales y las inteligencias artificiales, ninguna tecnología puede sustituir la presencia humana. Ningún algoritmo puede replicar la experiencia de mirar a los ojos, compartir silencios, sentir la empatía real del contacto o de ofrecer una ayuda realmente coherente con el sentimiento y moralidad humanas. Ninguna IA podrá igualar las conexiones que las neuronas humanas han construido durante millones de años de evolución.

América Latina enfrenta una doble pobreza: la material y la relacional. La primera no solo se combate con transferencias, subsidios o programas sociales, como se ha dicho también en muchos discursos políticos, sino creando oportunidades estables de ingresos permanentes de largo plazo bajo una estructura de seguridad social obligatoria; la segunda, más invisible, se refleja en la desconfianza y en la fragmentación del tejido comunitario.

Según el Latinobarómetro 2024, apenas el 15,3% de los latinoamericanos confía en sus conciudadanos. Esto quiere decir que es un continente donde la desigualdad no solo separa ingresos, sino también emociones. La violencia, el desempleo y la precariedad urbana han debilitado la cooperación. En muchas ciudades, el miedo reemplaza al diálogo y la supervivencia individual ha sustituido al bienestar colectivo.

Las políticas sociales, aunque necesarias, suelen enfocarse en la renta más que en la relación —ni siquiera el Índice de Pobreza Multidimensional se sale de esta visión—. Se miden hogares, pero no comunidades; se contabilizan subsidios, pero no confianza. Por eso muchos programas alivian el hambre, pero no la desesperanza. No basta con transferir recursos si las personas carecen de vínculos, redes o espacios donde ejercer la ciudadanía.

Repensar la medición del bienestar

Si lo que no se mide no existe, urge comenzar a medir los lazos que nos sostienen: incorporar indicadores de capital social, participación comunitaria y confianza interpersonal permitiría comprender mejor las dinámicas del bienestar. El Reino Unido y Nueva Zelanda ya incluyen en sus presupuestos variables sobre relaciones personales y cohesión social. En América Latina, la Cepal ha avanzado en la medición de la cohesión social, pero aún falta integrar estos indicadores en el corazón de las políticas antipobreza.

Medir la pobreza relacional no implica abandonar los indicadores económicos, sino complementarlos. Las redes familiares, la cooperación vecinal y los espacios comunitarios amortiguan las crisis y fortalecen la resiliencia social. Una familia puede salir de la pobreza monetaria, pero si vive rodeada de desconfianza o violencia, seguirá siendo vulnerable.

Una invitación ética y política

Una sociedad empobrecida en vínculos corre el riesgo de degradar su democracia, de modo que la pobreza relacional no es solo un problema estadístico, sino moral y político. La desconfianza destruye la participación, la cooperación y el sentido de comunidad.

Repensar la pobreza como fenómeno relacional es volver a una verdad sencilla: el bienestar no se alcanza en soledad. Las personas prosperan cuando pueden confiar, pertenecer y sentirse valiosas para otros. 

Si América Latina desea un desarrollo verdaderamente humano, debe ir más allá del ingreso y del consumo. Porque una región puede reducir sus indicadores de pobreza, pero seguirá siendo pobre mientras siga fragmentada. La verdadera riqueza —individual y colectiva— comienza cuando volvemos a reconocernos en los demás.

Si termino este texto como lo inicié, la educación en cualquier nivel es un elemento clave no solo en la construcción de capacidades e identidades, sino de relaciones de confianza y no de competencias fragmentadoras de tejido comunitario

Autor

Profesor e Investigador Grupo Entropía de la Universidad Autónoma del Cauca. Doctorante en Estudios del Desarrollo Global y Máster en Economía Aplicada de la Universidad del Valle, Colombia.

 

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