En octubre de 2019, Chile, el país presentado durante décadas como un “modelo ejemplar” en América Latina, estalló en una crisis social que sorprendió al mundo y a sus propios ciudadanos. De la noche a la mañana, el autoengaño de una nación estable se hizo añicos, revelando una conflictividad que había permanecido latente bajo una superficie de aparente calma. El alza de los precios del transporte o los altos niveles de desigualdad, explicaciones más comunes de esta ruptura, resultaron insuficientes para capturar la magnitud y complejidad del fenómeno.
Miradas posteriores han mostrado que fracturas más profundas y menos evidentes prepararon el terreno para la crisis del 18-O.

Las crisis no estallan cuando todo está peor
Una de las ideas más desconcertantes sobre las revoluciones sociales y las crisis multisectoriales es que a menudo no ocurren en los momentos de mayor miseria, sino cuando las cosas empiezan a mejorar y las expectativas crecen más rápido que la realidad. Este fenómeno, conocido como la “paradoja de Tocqueville”, explica que la brecha entre lo que se espera y lo que realmente se obtiene se vuelve intolerable, generando una frustración explosiva.
En diversos informes, el BID subraya que no bastan indicadores buenos a nivel macro, si el sistema no convierte crecimiento en bienestar tangible para la ciudadanía. Esto coincide con la expansión de una “clase media vulnerable”, que no es pobre, pero vive bajo una percepción constante de riesgo.
Aplicado al caso chileno, esto significa que el estallido de 2019 no nació de la desesperanza total, sino de la brecha exasperante entre la promesa del “milagro chileno” y la realidad vivida por millones. La crisis no ocurrió a pesar de las mejoras de las últimas décadas, sino en parte a causa de ellas y de las aspiraciones insatisfechas que generaron. No es la miseria absoluta lo que enciende la mecha, sino la frustración que choca contra el muro de las promesas rotas de movilidad.
Se congeló el motor
Históricamente, el sistema político chileno poseía un singular mecanismo de adaptación. Según el análisis de Timothy R. Scully, después de las grandes crisis políticas del siglo 20, como el conflicto clerical/anticlerical (1857-1861), el conflicto de clases urbano (1920-1932) y el conflicto de clases rural (1958), el sistema tendió a “crecer hacia la izquierda”, incorporando nuevos partidos y demandas progresistas para reequilibrarse y canalizar institucionalmente el descontento. Esta capacidad de adaptación mediante corrimiento a la izquierda del sistema, junto al rol estabilizador de los partidos de centro, funcionaba como su principal válvula de escape frente a la conflictividad social.
Sin embargo, este motor se “congeló”. El sistema electoral binominal, implementado en 1990, si bien consiguió asegurar estabilidad durante los cuatro gobiernos de la Concertación (1990-2010), detuvo esta tendencia histórica al incentivar una convergencia forzada hacia el centro entre las dos grandes coaliciones que condujeron el proceso de transición. El resultado fue una “esclerosis” del sistema político, que perdió su flexibilidad y capacidad de adaptación. Al romperse este patrón, la presión social acumulada durante años, evidenciada en las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011, no encontró canales institucionales para ser procesada y terminó explotando fuera de ellos. Esta esclerosis institucional no solo acumuló presión; también alimentó la desconfianza y la indiferencia que se arraigó en el tejido social.
El nuevo ciudadano postestatal
Quizás la idea más provocadora para entender la crisis de 2019 es la emergencia de una “subjetividad postestatal”. Este concepto se refiere a individuos que se sienten abandonados por el Estado, ”huachos” en el lenguaje popular chileno, huérfanos de un pacto social que nunca los incluyó. Como resultado, estos sujetos han aprendido a operar bajo una lógica de “pensar sin Estado”, donde las instituciones formales han perdido toda credibilidad.
En lo intelectual, una “extraña convergencia” entre el pensamiento ideológico de la “nueva derecha” en la década de 1980 y 1990 y las críticas al Estado del marxismo analítico después de la caída de los “socialismos reales” erosionó por más de treinta años la valoración de lo público-estatal.
A nivel de la cultura popular, el “congelamiento” del motor adaptativo del sistema político profundizó la grieta de los ciudadanos con lo institucional. El desplome de la pobreza por ingresos desde 40% en 1990 a 8,9% en 2017, contribuyó a que la nueva marginalidad social quedara descuidada por la clase política. En dichos espacios de segregación, las personas quedaron relegadas a la estigmatización y la vulnerabilidad por la violencia privada del narco o del crimen organizado. El bien común perdió toda relevancia y la experiencia cotidiana de la marginalidad se convirtió en un factor disolvente del lazo social[JG2] . Al llegar el 2019 varias generaciones que habían nacido en democracia solo conocían la exclusión de la democracia “semisoberana” de la transición y el gesto de la clase política de gobernar de espaldas a la periferia.
El estallido chileno fue originado por una fractura multidimensional que no solo cuestionó un modelo de desarrollo, sino el pacto social en su totalidad, con fuerte adherencia en los ecosistemas de la marginalidad urbana. No se trató de una expresión de pura marginalidad y lumpen, pero evidenció una grave falla de reproducción de la cultura democrática.
La magnitud de los costos del 18-0 todavía no guardan relación con los aprendizajes políticos. En un informe reciente, la Fiscalía Nacional ha establecido que durante el estallido hubo más de 35 mil delitos. Las estimaciones de la Dirección de Presupuesto del Ministerio de Hacienda (DIPRES[JG3] ) por daños a infraestructura pública ascendieron a US$3.000 millones en valores del 2020 (Metro de Santiago, municipios, mobiliario urbano, hospitales, escuelas). Por su parte, el Banco Central de Chile estableció que la inversión (FBCF) experimentó una caída en torno a entre −3% y −4% en el cuarto trimestre de 2019.
Pasados seis años, esta crisis multisectorial nos obliga a mirar por el retrovisor para entender las grietas profundas que atraviesan todavía a la sociedad chilena, comprender cómo estas se han amplificado con los dos fracasos constituyentes y evaluar las consecuencias del patrón atípico de corrimiento a la derecha del sistema.
Probablemente, reconstruir el espejo roto del estallido no signifique negar las rupturas sino aprender a vivir con las grietas y para ello es necesario preguntarse: ¿Qué tipo de pacto social puede construirse sobre un terreno fracturado, con un sistema político que se desplaza inusualmente hacia la derecha y con ciudadanos que han aprendido a vivir sin Estado?











