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Populismo: moralismo autoritario

Existe la tentación de no usar la palabra populismo, pero borrar palabras no suprime las realidades que les dan sustento. Hay que seguir ocupándose del asunto.

El mundo se parece hoy a un bosque (en llamas) donde brotan varios hongos populistas que derivan sus aspectos disparejos de las diferentes tradiciones y culturas de cada país. Es el pasado que transmite al presente aquello que de sí mismo, aunque latentemente, persevera. De este viaje tenemos las primeras noticias desde tiempos de Aristóteles, que define a los demagogos como “aduladores del pueblo”, pasando por un Luis Bonaparte hasta llegar al Juan Domingo Perón de iniciales simpatías fascistas que, décadas después, apoya a sus seguidores por una “patria socialista”, para seguir con Getúlio Vargas. Un carnaval interminable en el cual Hugo Chávez proclamaba a Cristo como el primer socialista de la Historia, y Donald Trump, en el otro extremo, para ayudar al pueblo, reduce los impuestos a los ricos y los servicios sociales.

En este maremágnum de disparates, a veces de derecha y otras de izquierda, algunas cosas son comunes a toda forma de populismo: hay un líder y su pueblo; el pluralismo de la democracia liberal estorba; el Ejecutivo es autoritario; la alternancia en el poder es indeseable y se está en campaña permanente.

¿De dónde viene este conjunto de trazos? De una época de incertidumbre en la que entre globalización y revolución tecnológica se ponen en cuestión puestos de trabajo, futuros esperados y posiciones sociales adquiridas. En ese contexto de malestar es comprensible que grandes sectores de la población pierdan confianza en los partidos tradicionales o en sus propias capacidades de organización y entreguen sus expectativas a demagogos que canalizan las frustraciones colectivas hacia la xenofobia, visiones conspirativas del mundo y expectativas ilusorias; apoyarse en el pueblo naturalmente virtuoso y en contra de elites corruptas.

La certidumbre con que afirman esta tesis deja entrever un moralismo que no prepara, generalmente, cambios profundos, sino solo renovación de las elites en la cabeza del Estado y, desde ahí, nuevas redes clientelares, nuevas formas de nepotismo e impunidad hacia los seguidores más entregados y confiables.

¿Cómo se explica que líderes “encarnación” del “pueblo” como Trump, Silvio Berlusconi o el checo Andrej Babic sean magnates? Por el uso de un lenguaje popular (a menudo condimentado de vulgaridades) que busca acercar empáticamente a las masas y una variedad de chivos expiatorios para todas las desgracias reales o temidas: la clase política tradicional, los medios, los tecnócratas, la burocracia.              

América Latina ha sido y sigue siendo un teatro privilegiado del populismo»

Debería ser claro por qué América Latina ha sido y sigue siendo un teatro privilegiado del populismo. Porque aquí la desconfianza hacia las instituciones y los partidos que las representan se justifica más que en otra parte por la distancia entre derechos civiles formalmente reconocidos y condiciones sociales recorridas por fragmentaciones abismales en generaciones sin cambios sustantivos. Porque aquí es mayor la distancia entre el liberalismo de los derechos individuales y la democracia como marcha hacia una creciente homologación social.        

Pero hay otro aspecto relevante. Sobre todo aquí el populismo se alimenta del espíritu religioso-comunitario de un imaginario que viene de la Colonia y de la idealización del mundo precolombino. En aras de la equidad prometida por los líderes populistas, los derechos individuales y la visión de la democracia como conflicto regulado pasan a segundo plano; construir en la Tierra esa dimensión divina de armonía patriarcal en que todos conocen su lugar y aceptan la autoridad del líder como guía profético hacia un futuro mejor. Una especie de divinización del caudillo que supone la moralización del arbitrio y una desconfianza que reaflora periódicamente en la democracia liberal. Es una sociedad que se rechaza a sí misma en nombre de la añoranza de una comunidad que se ha perdido en el tiempo y se ha convertido en una nostalgia fuera de la Historia.      

Si añadimos que en la región lo nuevo ha venido siempre de afuera, en la forma traumática de la Conquista y la colonización, la dependencia tecnológica, el comunismo, las instituciones liberal-democráticas, los estilos de vida modernos, etc., es comprensible que el populismo se apoye en una voluntad declarada de alejamiento del mundo. Una especie de utopía regresiva basada en el deseo, más o menos explícito, de construir una propia identidad al margen del resto del mundo.    

El populismo ofrece un atajo hacia ningún lado, en una dirección que hasta ahora nunca ha conducido a salir del atraso. Aunque los resultados hayan sido y sean deficientes (aparte el ingreso de las masas en la política en tiempos ya lejanos) y a veces desastrosos (Venezuela), la conciencia queda a salvo gracias a las buenas intenciones declaradas. Los caudillos providenciales son cosa nuestra y que Dios los bendiga, al menos hasta que resulte evidente que crearon más problemas de los que prometieron resolver.    

Foto de ¡Qué comunismo! en Foter.com / CC BY-NC-SA

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Profesor e investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas - CIDE (México). Sus últimos libros son: "La salida del atraso" (2020) e "Un eterno comienzo (2017)."

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