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Brasil y su déficit de laicedad y republicanismo

El martes 21 de marzo, «Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial», el gobierno del presidente Lula daba un paso más en la promoción de la igualdad racial en el país, con la firma de un decreto que garantiza que al menos el 30% de los cargos de confianza del gobierno federal sean ocupados por personas negras. Según las palabras de la ministra de Igualdad Racial, Anielle Franco, esto hará posible la presencia de «hombres y mujeres negros en la implementación de las políticas públicas en el gobierno federal».

Alineado con una política de igualdad de oportunidades y reparación de injusticias a la población negra, el decreto puede considerarse, sin duda, una importante iniciativa para dar acceso a espacios en la vida administrativa y pública del país a un amplio segmento de la población. Brasil necesita este tipo de acciones, sobre todo ese «espíritu» republicano, igualitario y democrático que las sustenta. Sin embargo, esto, paradójicamente, también evidencia un problema histórico en la vida democrática y cívica del país, de consideración primordial para comprender las implicaciones presentes y futuras para un Estado moderno y laico.

Las imágenes que se vieron en la prensa de la firma del decreto en el Palacio de Planalto, mostraban claros vínculos estéticos y culturales, no sólo con la población negra del país, sino también con una forma específica de entender la propia negritud y, especialmente, con una práctica religiosa particular. Las imágenes remiten a una estética de la religiosidad de «matriz africana», al candomblé, a los afoxés, al uso de turbantes, a toda una «moda global» en la vestimenta, que sugiere la búsqueda de afirmación de una identidad negra en el encuentro con la «ancestralidad».

Los grupos que acompañaron al presidente en el evento actúan en el espacio público a partir de una identidad sociocultural configurada en el discurso de la «memoria africana», de la esclavitud y de un «cuerpo negro» marcado por lo que se entiende como «racismo estructural». Es posible que Lula, el gobierno e incluso el propio PT no advirtieran el efecto secundario de aquel acontecimiento: el de religión y política en estrecha relación.

Durante el gobierno Bolsonaro, pastores y líderes de iglesias evangélicas, Biblia en mano, ocuparon hasta el cansancio sectores fundamentales de la vida ciudadana, afectando áreas como educación, salud y asistencia social. Recordemos los discursos de la ministra de la Mujer, Familia y Derechos Humanos, la abogada y pastora evangélica Damares Alves, que conspiraban contra el sentido común y la vida cívica, y su desatención hacia los indígenas guiada por preceptos supuestamente bíblicos. Será recordada por personificar una alianza entre la concepción religiosa y la vida política e institucional. Nunca se había visto a tantos pastores en un gobierno.

Pero la tradición republicana en Brasil, por frágil que parezca, sumada al fuerte respeto a la laicidad del Estado, se manifestó repetidamente para condenar esa práctica política durante la gestión del ex presidente Bolsonaro. Se percibía una «colonización» intolerable de la estructura del Estado por parte de grupos religiosos conservadores muy activos y militantes, que llevaban adelante agendas sociales y culturales afines a sus creencias.

Hay diferencias, de hecho, entre ambos casos. Durante el gobierno de Bolsonaro, la presencia evangélica fue el resultado de una acción política efectiva, materializando un proyecto de poder anclado en la esfera religiosa, en la acción de las iglesias que participaban institucionalmente del gobierno. Junto con los militares, los evangélicos ejercieron un poder efectivo, dando apoyo y legitimidad al bolsonarismo.

Con la firma del nuevo decreto, la presencia de la religiosidad de «matriz africana» no adquiere un peso tan significativo. Sin embargo, ese día se percibió una ‘estética política’ que expuso una cultura política particular sobre las políticas antirracistas y la propia definición de ‘cultura negra’ en Brasil.

Hay que tener en cuenta que en Brasil la «cultura negra» y la lucha antirracista han definido la negritud a partir de una narrativa histórica anclada en la esclavitud colonial. Se toma como referencia ese momento de la historia, asumiendo que los ciclos históricos posteriores son la simple confirmación de una estructura de exclusión que no habría alterado la condición social y cultural de la población negra.

Así, alimentar la «memoria de África» fue una estrategia de grupo con fuerte atractivo en la religiosidad, un discurso de resistencia histórica que iría de la mano de implicaciones políticas antirracistas. Como resultado, religión y política se aliaron en la particular caracterización de una cultura negra, presumiblemente hegemónica en el espacio público.

Pero, ¿es esta referencia representativa de la población negra? ¿Ser negro en Brasil se limita a una estética particular y a valores sociales próximos a prácticas religiosas de «matriz africana»? Encuestas del año 2020 indican que más del 30% de la población de Brasil se declara ‘evangélica’, siendo el 59% de ellos negros y el 55% pardos. Si añadimos la población negra católica y los que declaran no practicar ninguna religión, podemos entender que la ‘cultura negra’ es mucho más compleja y diversa.

El espíritu igualitario y de justicia social del decreto puede no materializarse en la inclusión de la heterogénea población negra en la administración pública si la proximidad a la ‘moda global’ de la africanida se convierte en un factor importante para ocupar los puestos de confianza reservados a personas negras. Por otro lado, ¿qué efecto secundario puede tener en la estructura del Estado la presencia relevante en la administración pública de un nuevo grupo de personas vinculadas a una determinada práctica religiosa?

Las injusticias contra la población negra exigen un Estado laico. Una definición cosmopolita y universalista de la ciudadanía y la negritud que separe lo privado de lo público, y, fundamentalmente, la religión de la política. La «cultura negra» es heterogénea y no está atada al dominio estético y a los valores o prácticas religiosas. Por ello, la sociedad y el Estado deben permanecer vigilantes como lo hicieron con los evangélicos en el gobierno pasado, protegiendo el laicismo y el republicanismo, valores necesarios en un país tan desigual.

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Cientista político. Profesor del Programa de Postgrado en C. Sociales de UNISINOS (Brasil). Doctor en Sociología Política por la UFSC (Brasil). Postdoctorado en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Univ. de Miami. Prof. vsitante en la Univ. de Leipzig (Alemania).

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