Coautores Génesis Dávila y Alonso Domínguez
El pasado 29 de mayo, durante una rueda de prensa, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva dijo que Venezuela es «víctima de una narrativa de antidemocracia y autoritarismo». La declaración fue hecha junto a Nicolás Maduro, quien visitó Brasil después de ocho años, dada la cumbre de jefes de Estado de América del Sur.
La declaración, por supuesto, generó indignación y tiene varias aristas. Una, es que convierte al victimario en víctima: dado el contexto, le otorga al Estado venezolano y a su Gobierno la condición de víctima de una operación de su adversario, quien le ha construido, en una versión parcializada de los hechos, la imagen de un régimen no democrático. Esta no sería la primera vez en la que un victimario asume el papel de víctima; más bien, ocurre con frecuencia que quien agrede intenta ser reivindicado, justificado y hasta “entendido”. La agresión pasa a un segundo plano y a la verdadera víctima se le quiere acusar por haber manchado la reputación de su agresor. Así lo hemos visto en el caso de Rusia y la anexión de Crimea en el 2014 y en China con la represión a la población musulmana uigur.
Una segunda arista surge del uso del término “narrativa”. Asumimos que el presidente Lula se refirió en la rueda de prensa a una narrativa política, esto es, una explicación sobre el pasado y el presente, que tiene por objetivo movilizar un curso de acción. En este sentido, una narrativa no sería una explicación académica, sino una interpretación que tiene una intención, es decir, un propósito diferente del de hallar la verdad sobre unos hechos. Su objetivo, más bien, es lograr que las personas, a partir de una explicación, orienten su comportamiento, actúen y juzguen políticamente en una dirección.
Sin embargo, para que una narrativa sea exitosa, no puede estar completamente divorciada de la realidad. Por ejemplo, si alguien dijera hoy que Hitler no ordenó el Holocausto y que su legado debiera ser, más bien, reivindicado, difícilmente esa interpretación lograría sumar muchos seguidores. De este modo, si la narrativa compartida por la mayoría de los venezolanos es que el gobierno de Maduro ha violado los derechos humanos y muchos de sus funcionarios son responsables de crímenes de lesa humanidad y, por lo tanto, es necesario obtener justicia y reparación, no es precisamente por una operación eficaz de propaganda, sino porque ella se enraíza en la experiencia dolorosa de muchos, de los miles de venezolanos que han sido perseguidos, torturados y asesinados por disentir de las políticas del Gobierno, así como de los millones que se vieron obligados a emigrar. También debemos recordar que Maduro y su régimen están siendo investigados por crímenes de lesa humanidad ante la Corte Penal Internacional.
Solo en Brasil, la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes (RV4) estima que hay 426.000 venezolanos que huyeron del hambre y de la destrucción de oportunidades. La situación, sin embargo, va más allá de una crisis humanitaria, y sus efectos se proyectan en la región más allá de la emigración. Según la ONG SOS Orinoco, el régimen de Maduro ha promovido un enfoque extractivista sobre la Amazonia venezolana, con consecuencias trágicas y duraderas (tal vez irreversibles) en Venezuela y más allá de sus fronteras.
Al presentar la situación venezolana como el resultado de una narrativa, el presidente Lula le recomienda a Maduro que ofrezca la suya, una que se le contraponga a su adversario. Esto podría ser interpretado como una recomendación de buena fe, para que el pupilo enmiende su actuación y corrija lo que haya que corregir: ¡Si te están diciendo que no eres demócrata, pues, haz una elección democrática! Sin embargo, valdría la pena cuestionarse: ¿quién es el adversario de Maduro? ¿A quién defiende Lula: a un dictador o a sus víctimas?
Con todo, las narrativas sí pueden crear realidades, más allá de si están basadas en hechos reales o no. En este sentido, las narrativas deben ser evaluadas no solo por su apego a los hechos o su simetría con los datos de la realidad, sino también por sus efectos sociales. Hoy Venezuela es un país pobre, que por mucho tiempo se creyó rico pero expoliado por una clase política corrupta, y sobre esa narrativa Hugo Chávez llegó al poder. La interpretación que le ofreció al país sobre su pasado y su presente enajenó nuestro futuro, porque arruinó las capacidades productivas y destruyó la libertad. Maduro profundizó al máximo el desatino de una lectura empobrecedora de nuestra realidad, y no ha dudado nunca en violar los derechos humanos para compensar por la fuerza lo que no tiene en carisma ni dispone en recursos económicos.
¿Cuál es la narrativa, entonces, que les conviene a los pueblos de América Latina? ¿Una que legitima y acepta las violaciones de los derechos humanos u otra que los defiende y hace de ellos el centro de la política? Una narrativa no debe ocultar la realidad si ella es dolorosa o injusta; debe, más bien, liberarnos de esquemas que nos oprimen o limitan y hacernos capaces para superar la pobreza y la injusticia. Es crucial que los líderes políticos se comprometan con narrativas honestas y responsables. Lula, creemos, puede escoger mejor a sus aliados y las narrativas que quiere promover para la región.
Alonso Domínguez es abogado de la Universidad Central de Venezuela. Coordinador de la Red Anticrímenes de Lesa Humanidad.
Rodrigo Diamanti es economista, especialista en políticas públicas. Presidente de Un Mundo Sin Mordaza, organización dedicada a la promoción de los derechos humanos a través de las artes.
Autor
Economista. Magister en Diplomacia Internacional por la Universidad Ortega y Gasset (Madrid). Presidente de Un Mundo Sin Mordaza y del Observatorio de Crímenes de Lesa Humanidad. Experto en derechos humanos.