En el extranjero, los peruanos nos hemos encontrado con extrañas reacciones de amigos latinoamericanos o españoles que no dudan en saludar lo que reconocen como saludable contrapeso institucional de poderes en el Perú. Con cierta sorpresa, e incluso sana envidia, aprecian que el Poder Judicial procese a expresidentes y políticos de distinta tienda, cosa más bien extraña en sus países de origen. No obstante, tras ese aparente halo de integridad democrática se esconde una desdeñable realidad: el Perú, víctima de las peores consecuencias pandémicas y una crisis económica internacional incesante, carece de una estructura de gobierno capaz de plantear alternativa alguna para, cuando menos, plantar cara a la grave situación social que se vive.
Habiendo pasado casi trece meses del inicio del gobierno de Pedro Castillo, es desesperante evidenciar el tiempo y recursos perdidos durante ese periodo. De manera simultánea, y como si fuera adrede, la administración ha trabajado incesantemente por petardear las incipientes tradiciones democráticas que se habían instalado en el Perú del siglo XXI. Por ejemplo, en este gobierno se nombraron insólitamente a ministros y funcionarios de alto nivel que no contaban con pergamino alguno que sustentara tales nominaciones; por el contrario, varios de estos individuos tenían prontuario criminal e incluso terrorista y subversivo. Como era de esperarse, estos innombrables ministros procuraron copar sus respectivas oficinas de personas inelegibles para tales responsabilidades.
En algunos casos, varios de ellos han salido del cargo con degradantes y burdas denuncias de corrupción que el Ministerio Público ahora persigue. Por si fuera poco, existen casos kafkianos como el del exministro de Transportes y Comunicaciones, Juan Silva, quien se habría embolsillado 100.000 dólares de un proyecto de infraestructura, con parte de los cuales su pareja habría pagado una deuda en un banco local. Es decir, la disonancia que avala moralmente adjudicarse dinero público para cumplir con obligaciones financieras y mantener un buen registro como deudor es, realmente, alucinante.
Como es de esperar, la lógica del clan, que a todas luces se ha vivido por décadas en el ámbito de la política regional del Perú, ha llegado a los más altos niveles de gestión en este gobierno. Actualmente, Pedro Castillo cuenta con cinco investigaciones abiertas (algo insólito para un presidente en ejercicio). Entre ellas se destacan la acusación por tráfico de influencias e incluso por encabezar una organización criminal, en la que estaría involucrada su esposa, Lilia Paredes, y su cuñada (a quien llama hija) Yenifer Paredes.
Tan delicada es la situación del entorno presidencial que la Fiscalía ha pedido 36 meses de impedimento de salida del país para la primera dama y, al mismo tiempo, pero de prisión preventiva, para la cuñada. En el entramado estarían involucrados sobrinos y otros personajes allegados al presidente, como alcaldes y funcionarios locales, procedentes de Cajamarca, tierra natal de Castillo. Todos ellos habrían participado como gestores de contratos ilegales y receptores de dineros procedentes de estos acuerdos.
Ante ello, Castillo no ha dudado en ventilar posibles conspiraciones en su contra y de responsabilizar a la prensa de azuzar a la población para emprender un “golpe de Estado”. Cabe destacar que el Congreso intentó en dos oportunidades vacar al presidente, pero sin éxito. Para suerte del mandatario, su contrapeso político se ha caracterizado por un deficiente manejo político de la vacancia e incluso por varias torpezas mediáticas que han minado su credibilidad ante la opinión pública. Tras la vacancia de Martín Vizcarra, se esperaban aprendizajes en el Poder Legislativo sobre la gestión de una medida delicada como la vacancia presidencial. Lamentablemente, han cometido errores similares a los que generaron el repudio generalizado de la población entre el 10 y el 15 de noviembre de 2020.
Como cereza del pastel, hace unos días salió en libertad Antauro Humala, exmayor del Ejército y hermano del expresidente Ollanta Humala. Antauro fue condenado, entre otros cargos, por secuestro y homicidio calificado de cuatro policías en una asonada rebelde que ocurrió el 1 de enero del 2005 en Andahuaylas, ciudad ubicada en el sur de los Andes peruanos. Humala, promotor de una ideología díscola a la que llama “etnocacerismo”, pregona la superioridad de la raza “cobriza” (andina) y promete aplicar penas absurdas como la pena de muerte a la población LGBT o por “traición a la patria”, que, dijo, implementaría incluso contra su propio hermano Ollanta.
Mediante una interpretación cuestionable del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), Humala fue liberado por “buena conducta” tras haber estudiado o trabajado más de 3.000 días en prisión, lo que redujo su pena en casi dos años. En su primer acto público, el exreo manifestó sentirse orgulloso del “andahuaylazo”, y sin arrepentimiento alguno por lo sucedido.
Quizás por coincidencia, durante el gobierno de Castillo han salido de prisión dos de los reos más polémicos de la historia peruana reciente: Alberto Fujimori y Antauro Humala. En el ínterin, es preocupante el nivel de tolerancia que la población ha adquirido ante el desparpajo con que se han conducido las riendas del país. Quizás también ese es el peor daño que este Gobierno ha infligido a la sociedad peruana: normalizar la mediocridad y la vocación por el delito como forma natural de gobernar y gestionar en el Perú. Lo inaceptable, hoy se ha vuelto tolerable.
Los peruanos somos testigos de la conversión del país en una gigante Ciudad Gótica, en la que triunfan los pillos y ladrones de poca monta, con algunos orates alrededor que procuran sembrar el caos. A diferencia de la ficción, la población no tiene ni puede esperar a justicieros o vigilantes. De lo contrario, será deglutida por la total indiferencia y resignación a tener un país gobernado por sus peores gentes.
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Autor
Economista. Profesor adjunto en el Instituto de Empresa de Madrid. Fue consultor en Práctica Global de Educación del Banco Mundial. Máster en Administración Pública por la Universidad de Princeton.