En su reciente visita a Estados Unidos, Gustavo Petro coincidió con Joe Biden en destacar la urgencia del problema climático. En la declaración conjunta, ambos líderes se comprometieron a trabajar en pos de la interconexión eléctrica de las Américas, lo cual fomentaría un mercado regional para las energías limpias y reduciría la dependencia de los combustibles fósiles.
Para Petro, la cumbre fue un espaldarazo a su ambiciosa política de transición energética. Colombia es el primer país petrolero en plantear la prohibición a nuevos proyectos de prospección petrolera. Según un informe del Ministerio de Minas y Energía, Colombia cuenta con 381 acuerdos vigentes, de los cuales 118 están en etapa de exploración, lo que garantiza la autosuficiencia energética hasta 2042. Las autoridades también se han comprometido a dejar atrás la minería de carbón, que es de gran relevancia en ciertas regiones del país.
La actividad minera y petrolera supone el 8% del producto bruto interno de Colombia. Por ello, la transición es un gran desafío macroeconómico. Pero, más temprano que tarde, estos activos quedarán varados, lo que implicaría fuertes costos económicos por la pérdida de empleo y la caída en el nivel de actividad, con su consiguiente costo fiscal, si no también financiero. Todo ello obliga a quien gobierna a planificar la transición, no demorar el proceso y ejercer un papel activo en la transformación.
Colombia está intentando emplear una nueva política que escape a la tan mentada división entre izquierdas y derechas. En América Latina, ni los Gobiernos de tinte neoliberal, como el de Guillermo Lasso en Ecuador, ni los de orientación neodesarrollista como el de Alberto Fernández en Argentina, han logrado superar el esquema extractivista que caracteriza a la región. Tampoco han sabido redirigir fondos hacia la transición, por lo que los capitales siguen financiando proyectos de exploración y explotación petrolera.
Por otro lado, países como Uruguay, Costa Rica, Chile y Colombia avanzan hacia un nuevo modelo energético. En este contexto, es fundamental que la idea de Petro resulte exitosa y, en consecuencia, el papel que podría desempeñar el Gobierno estadounidense en dicho proceso.
La transición también es beneficiosa en lo social. De acuerdo con el último informe económico de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), de aquí a finales de la década, la transición puede crear uno de cada diez empleos. Avanzar con la transición implica, asimismo, recrear un nuevo modelo de industrialización, ir hacia cadenas de valor electrointensivas y atraer inversiones que prioricen la innovación verde.
Tanto Petro como Biden destacaron la necesidad de avanzar con la transición. A fin de ayudar, EE. UU. debería rever su política hacia Latinoamérica y seducirla, no con palabras, sino con fondos y brindando tanto asistencia como cooperación en materia tecnológica. Ricos en minerales estratégicos, los países de la región, por su parte, deben adecuar la legislación en materia de inversión extranjera, dejando atrás la mirada cuantitativa, reintroducir cláusulas de transferencia tecnológica y alentar la conformación de joint-ventures.
El temor al humor de los mercados no puede llevarnos a relegar soberanía en materia energética, ni a mantener la cuenta de capital indiscriminadamente abierta a la llegada de fondos para que terminen alimentando una burbuja financiera verde. Al contrario, se debería instaurar un banco de desarrollo verde.
El contexto global ha cambiado. La geopolítica ocupa un lugar preponderante en las decisiones políticas tanto como de las empresas. El futuro es profundamente incierto, lo cual implica reconsiderar el papel del Estado y entender que este debe liderar el proceso de transición energética. Sin embargo, la urgencia climática impone una mayor cooperación entre naciones y una nueva actitud de EE. UU. con respecto a la región.
Algo similar sucedió con la llegada de Franklin D. Roosevelt en 1933, quien en su discurso de asunción planteó una nueva aproximación a Latinoamérica. Así, comenzó a percibirse el surgimiento de una nueva perspectiva en materia de política económica, por lo que se dejó atrás la visión liberal que impregnaba la mirada de las misiones monetarias del Sistema de la Reserva Federal (FED, por sus siglas en inglés) que llegaban a la región. Se fue introduciendo una nueva aproximación al desarrollo.
Hace pocos días, Larry Summers, uno de los economistas más escuchados por el establishment político de Washington, se preguntaba (en un mensaje de Twitter) por el creciente desinterés de los políticos latinoamericanos por EE. UU. En un diálogo reciente, un grupo le planteó: “Mira, me gustan más tus valores que los de China. Pero la verdad es que cuando nos relacionamos con los chinos, nos dan un aeropuerto. Y, cuando nos comprometemos con ustedes, obtenemos una lección”.
Así como sucedió en el pasado, sería bueno que la administración Biden avance hacia una especie de “green new deal neighbor policy”, y que los “spin doctors” transformen sus recetas en paquetes de financiamiento verde. La región necesita ir hacia un modelo de producción limpio y olvidar la explotación petrolera. Con su conocimiento, tecnología y fuentes de financiamiento, EE. UU. puede ayudar a la región.
No obstante, ello no debería conllevar nuevos condicionamientos a los Gobiernos de la región, ni tampoco imponer prohibiciones sobre otras alianzas, si estas permiten avanzar hacia un mundo más justo, sin petróleo. Las prohibiciones y los bloqueos deberían imponerse sobre los flujos de capital que llegan a la región para financiar nuevas exploraciones petroleras y para que los incentivos se alineen con la transición verde.
Autor
Investigador Asociado del Centro de Estudios de Estado y Sociedad - CEDES (Buenos Aires). Autor de “Latin America Global Insertion, Energy Transition, and Sustainable Development", Cambridge University Press, 2020.