Una de las enseñanzas que da la crisis de 2008 fue la irrupción del populismo que, mediante distintas configuraciones, barrió el planeta. Desde el italiano Matteo Salvini hasta el filipino Rodrigo Duterte, pasando por el húngaro Viktor Orbán; desde Donald Trump hasta Jair Bolsonaro; desde la irrupción de Alternativa por Alemania hasta Vox, de España; desde Syriza hasta Podemos. En otro costado, la sensación de malestar se anidó y se fue extendiendo por doquier[1]. La pandemia de la covid-19 también dio una gran lección.
Por un lado, el malestar social se ha ido expresando mediante movimientos de protesta y en un clima de conflicto general que está bajo un ambiente de polarización y de radicalización de discursos, no necesariamente políticos. Este descontento tenía como origen el mantenimiento de patrones de exclusión social, con pautas de distribución de la riqueza muy deficientes, así como por la explícita corrupción cuya visibilidad le hacía ser más insoportable. También el imperio cultural del neoliberalismo potenciador de respuestas individuales y egoístas contribuyó a enfrentar formas de acción colectiva y lógicas de solidaridad tradicionales en sociedades cada vez más líquidas.
2019 fue un año relevante cuando todo ello se cristalizó en movilizaciones de distinto cariz y las calles de muchas ciudades se llenaron de gente. Culminaba, así, una década de protestas que en la arena española tuvo su epifanía con el movimiento de los indignados de mayo de 2011. Los contextos eran muy diferentes: Puerto Rico, Haití, Hong Kong, Cataluña, Ecuador, Chile, Colombia, Bolivia… Las reivindicaciones eran variopintas, difícilmente reducibles a un único factor, ni siquiera a un manojo mínimo. Era el resultado de una compleja combinación de elementos en los que el ordenamiento de las identidades surgía como algo perentorio o se buscaba algo aparentemente tan simple como el reconocimiento; otros hacían alusión a la (des)igualdad, así como al deseo de manejar la desconfianza, ampliamente extendida entre los individuos y para con las instituciones.
Todo ello se gestaba en un breve lapso de desarrollo del nuevo orden mundial de tipo digital. De pronto, la arena política, cuyas reglas de juego se manifestaban como una antigualla al poner en evidencia su incapacidad para ejercer su tarea, parecía entrar en un estado de democracia fatigada. En efecto, el resultado era el vacío de la representación con su correlato en el descrédito de la intermediación, la desafección política y el desencanto.
Hasta aquí el diagnóstico del escenario cuando se ocupaba el espacio público y se arrinconaba como nunca a los gobernantes en el instante en que el calendario mostraba la llegada de un nuevo año.
La pandemia por la covid-19 en pocas semanas, y con capacidad inédita de llegar a todos los rincones del orbe, cambió drásticamente la agenda de las cosas»
Por otro lado, la pandemia de la covid-19 en pocas semanas, y con capacidad inédita de llegar a todos los rincones del orbe, cambió drásticamente la agenda de las cosas. Desde una perspectiva latinoamericana (si resulta posible realizar un ejercicio de introspección regional, aislando su realidad de la del resto del mundo), hay tres aspectos que requieren consideración por haber confluido al vaciamiento de sus calles y, de alguna manera, de desactivar la presión política que se vivía sobre todo en el segundo semestre de 2019.
En primer lugar, los rasgos clásicos del presidencialismo se han hecho patentes. Se ha robustecido el poder presidencial mediante el cercenamiento de los mecanismos de control de otras instituciones, se ha reforzado la centralización, y la debilidad de los partidos ha quedado nuevamente en evidencia. Los presidentes, con independencia de su estilo de liderazgo, han encontrado un hilo argumental para construir el relato para su mandato.
Sebastián Piñera ha reconducido tímidamente su caída en los índices de popularidad. Los bisoños Luis Lacalle Pou, Alberto Fernández, Alejandro Giammattei, Laurentino Cortizo, Nayib Bukele y la interina Jeanine Áñez han solventado la urgencia a la hora de tener un programa (o un designio) propio (pero también Martín Vizcarra e Iván Duque). Además, el uso de la bandera nacional, los llamados a la unidad, la retórica bélica y los reclamos de las virtudes vernáculas han sido los sortilegios rancios que han mechado el discurso oficial. Resulta curioso que, hasta hoy, Andrés Manuel López Obrador, poseedor de un ideario más original, sea el último en cambiar tímidamente el paso, mientras que Bolsonaro haya mantenido un pulso inaudito con su ministro de Sanidad hasta su cese. Daniel Ortega ni sabe ni contesta.
En segundo lugar, sobre la sociedad se han ejecutado mecanismos de control como nunca y se ha puesto de relieve la precarización de la salud que, junto a la enseñanza, constituye uno de los pilares básicos de la política. Se trata de países donde la cobertura sanitaria es deficitaria, habiendo sido mercantilizada hasta tal punto de que existe una brecha enorme entre la esfera privada y la pública, y en detrimento de esta última. El porcentaje del PIB dedicado a este rubro resulta irrisorio y es de lejos insuficiente para enfrentar una pandemia.
Por otra parte, son sociedades en las que la desigualdad desplaza a millones de personas a la marginalidad. La mitad de la población que, en promedio, trabaja en la economía informal, fue arrojada a un limbo por medio de la covid-19 y, para la cuarta parte, que vive bajo condiciones mínimas habitacionales, el mensaje oficial de quedarse en casa es atrabiliario. Los programas de asistencia social ejecutados pueden ser artificios de propaganda más que otra cosa.
Finalmente, el pánico ante la peor recesión económica en medio siglo por la covid-19, con consecuencias devastadoras para sectores mayoritarios de la población, genera un panorama de incertidumbre máxima que resulta traumático. El formidable endeudamiento de Estados raquíticos, con políticas fiscales trasnochadas y con economías fuertemente dependientes del mercado exterior, basadas en la explotación de recursos naturales no renovables y en el saqueo medioambiental, auguran un panorama de precariedad que, sin embargo, alienta la mecha de respuestas autoritarias y del resurgimiento de movilizaciones sociales a mediano plazo ante, a su vez, las restricciones por la covid-19.
[1] Con cierto olfato, Alfredo Joignant convocó en 2016 en Chile un seminario sobre el asunto. El resultado fue un volumen compilado juntamente con Claudio Fuentes y Mauricio Morales (Malaise in Representation in Latin American Countries. Chile, Argentina and Uruguay. Palgrave Macmillan: New York).
Foto de Charly Amato en Foter.com / CC BY-NC-ND
Autor
Director de CIEPS - Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales, AIP-Panama. Profesor Emerito en la Universidad de Salamanca y UPB (Medellín). Últimos libros (2020): "El oficio de político" (Tecnos Madrid) y en co-edición "Dilemas de la representación democrática" (Tirant lo Blanch, Colombia).