Este 6 de octubre, el pleno del Parlamento Europeo aprobó una enmienda a un informe general sobre comercio que subraya que el Acuerdo UE-Mercosur no puede ser ratificado “en su estado actual”. A su vez, reclamaba medidas efectivas de protección ambiental que fueran consistentes con el Acuerdo de París sobre el Cambio Climático. Aclaración importante: no se discutía la aprobación de ese acuerdo birregional, que aún no se ha planteado, y lo ocurrido es, más bien, un aviso para navegantes. Y no es el único: a finales de 2019 el Parlamento austriaco se había pronunciado en contra. En agosto de 2020, la canciller Ángela Merkel, tras reunirse con Greta Thunberg y otros líderes ecologistas, declaró tener “serias dudas” sobre el acuerdo, mostrando el cambio de posición de Alemania, hasta entonces favorable. En septiembre, el Gobierno francés reiteró su rechazo, avalado por el informe independiente de una comisión presidida por Stefan Ambec, convocada un año antes con motivo de la oleada de incendios de la Amazonia brasileira, que Emmanuel Macron tildó entonces de “crisis internacional”. Poco después Irlanda y Luxemburgo anunciaron que no lo ratificarían. Tras su designación, el nuevo comisario de comercio de la UE, Valdis Dombrovskis, reconoció que la UE estaba dividida, y, aludiendo al gobierno de Jair Bolsonaro, señaló que sería necesario un compromiso adicional del Mercosur con el medio ambiente para superar esas objeciones.
¿Qué ha cambiado desde la firma del acuerdo en junio de 2019, tras veinte años de difíciles negociaciones, para que ahora surjan en la UE esas voces de rechazo? El factor clave es la crisis ambiental provocada por el gobierno de Bolsonaro y sus apoyos en el agro brasileiro, su irritante negacionismo del cambio climático, sus amenazas de retirada del Acuerdo de París, y también su alineamiento con EE. UU., al tiempo que se cuestiona al propio Mercosur y, por ende, el acuerdo con la UE. Mientras tanto, en Europa crece el respaldo electoral a los verdes y se avanza en la dirección opuesta a través del European Green Deal (EGD) y de Next Generation, como novedosas estrategias de desarrollo sostenible pospandemia.
Parece difícil que el acuerdo llegue algún día a aplicarse»
Con estos antecedentes parece difícil que el acuerdo llegue algún día a aplicarse. Es importante recordar que es de naturaleza mixta —es decir, contiene materias de competencia exclusiva de la UE, y otras de los Estados miembros—, por lo que debería ser ratificado por todos y cada uno de los Parlamentos de los 27 Estados miembros —. Bélgica, además, exige el aval de sus cámaras regionales—, más la aprobación del Parlamento Europeo y del Consejo, además de los 4 miembros de Mercosur.
A sabiendas de que esto sería imposible desde el inicio, ya se había propuesto dividir el acuerdo y someter al Consejo y al Parlamento Europeo la parte que reúne aquellas materias que, siendo competencia de la UE, requieren solo de mayoría cualificada en el Consejo. Pero en vista de lo anterior, parece que tampoco es viable ese atajo jurídico, que, además, elude el problema.
Este debate es saludable, y exige recordar y, también, repensar, las razones por las que el Acuerdo UE-Mercosur es relevante para las estrategias de desarrollo y las relaciones internacionales de ambas regiones, más allá de su evidente interés comercial.
En primer lugar, es erróneo ver este acuerdo como un mero tratado de libre comercio o “TLC” como los promovidos por EE. UU. Tiene un profundo significado geopolítico, y siempre lo tuvo. Cuando se hizo la negociación en 1994, se trataba de dar respuesta conjunta al proyecto hegemónico de Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Cuando la presidencia argentina del Mercosur y la española del Consejo relanzaron las negociaciones en 2010, se trataba, entre otras razones, de responder al riesgo de reprimarización asociado al creciente peso de China.
El acuerdo también es reaseguro frente al nacionalismo económico rampante y la fragmentación del sistema de comercio internacional»
Esta razón sigue vigente, pero ahora el acuerdo también es reaseguro frente al nacionalismo económico rampante y la fragmentación del sistema de comercio internacional. Además, es una herramienta que puede contribuir a la autonomía estratégica de ambas regiones ante la competencia EE.UU.-China, que pretende situar tanto a Latinoamérica como a la UE en una posición de subordinación estratégica. Hay que recordar que, más allá de su corazón comercial, el Mercosur y la UE son proyectos políticos, y un acuerdo entre ambas regiones tampoco puede verse, de manera reduccionista, en términos de librecambio.
En segundo lugar, el acuerdo también puede ser un espacio común de diálogo de políticas, de convergencia regulatoria y de transformación productiva para el cambio del modelo económico y la reconstrucción del contrato social. Para el Mercosur, los largos periodos transitorios —hasta 15 años en algunos casos— abren opciones para esa transformación con políticas activas a largo plazo para dejar atrás la fase de reprimarización y creciente dependencia de China. La propia UE ya no es la misma entidad que inició la negociación hace dos décadas, y pretende ser más distinta aún en 2030. Es una UE que quiere impulsar una transición ecológica que pretende ser, al mismo tiempo, nueva estrategia de desarrollo y de política industrial, marca de su “poder blando”, y renovada idea movilizadora de la construcción europea.
Es cierto que hay incoherencias entre el Acuerdo UE-Mercosur y el EGD, y no encaja bien, “en su estado actual”, con ese renacimiento de la UE en clave verde. Pero eso no implicaría rechazarlo, sino lo contrario: integrarlo en la dimensión externa del EGD, como espacio de diálogo político, reforzando sus obligaciones ambientales dentro de una agenda común de reforma y convergencia regulatoria para la transición “verde” de ambas partes.
Por todo lo anterior, no es aceptable apelar a legítimos argumentos ambientales con inconfesados propósitos proteccionistas, como los que animan a algunos sectores, entes o personas en la UE. Pero que exista proteccionismo encubierto no significa que las objeciones ambientales al acuerdo no sean válidas. Todo lo contrario. Las planteadas por el informe Ambec merecen atención: el vínculo causal entre las exportaciones del Mercosur y la deforestación; el riesgo de que se debiliten los estándares ambientales y sanitarios en esas exportaciones al mercado europeo; y la ausencia de instrumentos legales robustos para hacer frente al cambio climático.
Es legítimo, en suma, que la ciudadanía europea rechace asociar a la UE con Brasil, cuyo actual gobierno alardea de su rechazo al Acuerdo de París, coquetea con el negacionismo climático, y da cobertura a quienes depredan la Amazonia. El acuerdo UE-Mercosur, redactado con la misma plantilla que la UE ha aplicado en todos sus acuerdos en los últimos treinta años, ya incorpora herramientas novedosas en materia ambiental, pero no son suficientes.
Una posibilidad es contemplar una “cláusula ambiental” según el modelo de la cláusula de derechos humanos ya existente, que vincule, de manera recíproca, la vigencia del acuerdo a la observancia las normas internacionales sobre esa materia, incluyendo el Acuerdo de París. No se trata, en suma, de abandonar el Acuerdo UE-Mercosur ni de reabrir una negociación que fue muy compleja y difícil, sino de reforzarlo con instrumentos más efectivos, respondiendo a las demandas de la ciudadanía y sus legítimas exigencias de coherencia con el desarrollo sostenible y la Agenda 2030.
Foto de Jeanne Menjoulet en Foter.com / CC BY
Autor
Catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidade Complutense de Madrid. Director de la Fundación Carolina. Asesor especial para América Latina y el Caribe del Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad.