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Amnistía y Estado de Derecho

El intento del bolsonarismo por impulsar una ley de amnistía para los condenados por el asalto a la democracia en 2022 reaviva en Brasil el debate sobre los límites del perdón político y el riesgo de convertir la justicia en instrumento de impunidad.

El juicio al expresidente Jair Bolsonaro y a sus cómplices por la tentativa de golpe de Estado que pretendía impedir la toma de posesión de Lula en 2022 ha reabierto en Brasil el debate sobre la posibilidad de amnistiar a los involucrados en este intento de revertir el orden democrático. Tras ser condenados a penas de prisión por el Tribunal Supremo, una ley de amnistía aprobada por el Parlamento sería su última esperanza para evitar la cárcel.

Lo que sorprende es la naturalidad con la que algunos defienden esta posibilidad, como si conceder amnistías —es decir, revisar sentencias judiciales— fuera una atribución común del Poder Legislativo. Esta postura no solo desvirtúa el espíritu de las leyes de amnistía como instrumentos de reconciliación, sino que vulnera la lógica del Estado de Derecho.

Históricamente, la amnistía ha sido usada legítimamente en transiciones hacia la democracia o en procesos de pacificación tras conflictos internos. Aunque no cierran definitivamente las heridas, suelen pensarse como herramientas para la reconciliación nacional y el inicio de una nueva etapa política. Fuera de estos contextos excepcionales, las amnistías se convierten en mecanismos para que políticos en el poder perdonen los crímenes de sus aliados, violando principios constitucionales como la separación de poderes, la jerarquía normativa y la interdicción de la arbitrariedad.

En términos generales, la amnistía implica el perdón a políticos, militantes, activistas y autoridades por crímenes derivados de su acción política. Estos delitos suelen ocurrir en guerras civiles, conflictos armados o regímenes dictatoriales, tanto por quienes buscan subvertir el orden como por quienes lo defienden. En estos casos, la amnistía forma parte de la justicia transicional. Su objetivo es abrir un nuevo ciclo de reconciliación y fortalecimiento institucional para evitar futuras violaciones de derechos humanos.

En este marco, las leyes de amnistía se convierten en hitos de nuevos procesos constituyentes. No hay contradicción entre su incorporación al orden jurídico y el perdón de delitos políticos, incluso violentos. Como se aprueban en momentos de redefinición legal, el único límite es la legitimidad del proceso, un concepto difuso pero vinculado al consenso social sobre sus beneficios. Por eso, la amnistía no puede beneficiar solo a un bando: debe incluir tanto a opositores como a agentes estatales y defensores del régimen anterior.

Un ejemplo paradigmático fue la Ley de Amnistía sudafricana de 1995, que creó la Comisión para la Verdad y la Reconciliación. Esta investigó crímenes tanto del apartheid como de los movimientos de liberación, y precedió la Constitución definitiva de 1996.

En otros casos, las amnistías se conceden sin ruptura constitucional, pero con el fin de cerrar conflictos armados que debilitan el Estado de Derecho. En estos procesos, la legitimidad se garantiza mediante el control efectuado por el supremo intérprete de la constitución. Esto permite fórmulas innovadoras, como la Jurisdicción Especial para la Paz en Colombia, creada para el fin del conflicto con las FARC y supervisada por la Corte Constitucional. El objetivo fue equilibrar el respeto por la ley con las necesidades de la justicia transicional.

Estos dos modelos muestran que la amnistía, como medida excepcional, requiere amplia legitimidad para ser vista como un bien superior y no como una arbitrariedad en favor de un grupo político. Un ejemplo contrario fueron las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987) en Argentina, que protegieron a militares responsables de crímenes durante la dictadura. Aunque no eran amnistías en sentido estricto —pues lo que hacían era limitar la posibilidad futura de juzgar a los represores— tampoco incluyeron reconocimiento judicial de los delitos, ni pedidos de perdón o propósito de enmienda.

Ambas leyes fueron derogadas en 2003 y declaradas inconstitucionales en 2005 por la Corte Suprema argentina. Esto refuerza la idea de que, sin consenso social, el perdón a crímenes políticos es una arbitrariedad que no encaja en un Estado de Derecho.

De forma análoga, la propuesta de amnistiar el intento de golpe de Estado de 2022, defendida por el bolsonarismo, supondría impunidad para un grupo político específico, aprovechando una eventual mayoría parlamentaria. Esta no ofrece a la sociedad brasileña arrepentimiento, reconocimiento del daño causado ni ninguna solución real a conflicto alguno, ya que el único potencialmente existente sería el que se habría desencadenado si el golpe hubiera tenido éxito.

Tal falta de legitimidad también encuentra paralelo en la reciente Ley de Amnistía promovida por el gobierno de Pedro Sánchez en España, que benefició a líderes independentistas catalanes tras el intento de secesión de 2017. Aquel proceso fue juzgado por el Tribunal Supremo como un intento de suprimir violentamente el Estado de Derecho en parte del territorio nacional y los responsables fueron condenados a prisión. Inicialmente, el gobierno español rechazó la amnistía por considerarla inconstitucional. Sin embargo, tras las ajustadas elecciones de 2023, la medida fue aceptada como moneda de cambio para asegurar la investidura del presidente. Es decir, que en una democracia consolidada, sin mediar las circunstancias que justifiquen un proceso de justicia transicional ni conflicto armado, y afectando solo a un grupo político, la amnistía fue usada como herramienta de negociación parlamentaria. Esto arroja luz sobre las intenciones del bolsonarismo: al igual que en España, se busca aprovechar una mayoría legislativa para anular una sentencia judicial y borrar los crímenes de quienes intentaron derrocar el régimen democrático por medios violentos.

Aunque las interpretaciones constitucionales sobre la amnistía en el Estado de Derecho pueden ser diversas, hay un principio que no admite matices: sin límites claros, estas leyes pueden convertirse en instrumentos de impunidad que erosionan los cimientos de la democracia. Cuando un régimen democrático ha activado sus mecanismos institucionales —como el control judicial sobre quienes intentan subvertir el orden constitucional— no hay espacio legítimo para leyes que borren esos crímenes. Permitir que el poder legislativo deshaga lo que el poder judicial ha sancionado es abrir la puerta al decisionismo, donde la ley se adapta al interés particular de eventuales mayorías políticas. De ser así, el poder sin frenos acabaría campando a sus anchas, y estaríamos más cerca del gobierno de los hombres que del gobierno de las leyes. 

Autor

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Profesor de Políticas Públicas en la Univ. Federal Fluminense - UFF (Brasil). Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca. Fue investigador de postdoctorado en el Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro (IESP/UERJ).

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