Cuando Luiz Inácio Lula da Silva asuma su tercer mandato como presidente del Brasil en enero de 2023 será tentador pensar (para quien lo ve desde afuera) que el gobierno de Jair Bolsonaro, con sus radicalismos promilitares y cuestionamientos a la democracia, el pluralismo y la autonomía de las instituciones, no pasó de un breve desvío de ruta.
La hipótesis del “paréntesis bárbaro” lavará las conciencias a pesar de sus tragedias como la vuelta de la hambruna para 33 millones de brasileños o los casi 700 mil muertos por la COVID-19, en parte, fruto del desinterés, cuando no la negación del Gobierno. Esa hipótesis servirá para razonar que la sociedad nunca abandonó sus pretensiones progresistas, tan solo intentó medios diferentes para el mismo fin.
En definitiva, en lugar de revertirse como pretendía Bolsonaro, se fortaleció el consenso público valorizando la igualdad de género y el empoderamiento femenino, la defensa del medio ambiente y los negocios responsables, y la independencia del poder judicial y otras instituciones estatales profesionales como el Sistema Único de Salud o la Vigilancia Sanitaria. ¿Recuperó Brasil su Camelot vivido entre 1994 y 2016, y tan luego perdido?
Las manifestaciones sociales y culturales de estos años y el equilibrio electoral, dados los recientes comicios, rompen la ilusión de que los años de Bolsonaro fueron una anormalidad de la cual rápidamente se sale. El orden político cristalizado revela muchos legados que condicionarán la manera de hacer política y los resultados políticos que influirán en el rumbo de la sociedad. Uno de ellos es la radical moralización de la vida pública y actuación política. Otro, el congelamiento de la renovación de liderazgos políticos actuales.
Moralización radicalizada. La credencial moralista es históricamente la palanca de los outsiders para su éxito en política. Aprovechando denuncias de corrupción, personajes alejados de los partidos tradicionales llegan al poder prometiendo limpieza y dignidad (fue el caso de Bolsonaro, pero también el de Quadros y el de Collor de Mello en Brasil en el pasado). Pero al reducir la actuación pública de líderes y sus decisiones a problemas de carácter personal, esa moralización radicalizada excede temas de sobornos y propinas para incluir desvíos comportamentales como prejuicios sociales, incorrección política o incontinencia verbal.
La simplificación de autoridades o liderazgos en ángeles y demonios desde la influyente lectura evangélica, fruto de su masiva presencia legislativa y su cooptación de medios de comunicación, refuerza ese moralismo interpretativo. Con el moralismo exacerbado, mueren las pretensiones secularizadoras centradas en la substancia de los proyectos y el progreso palpable de sus resultados.
Esa perspectiva deberá moldear la representación del conflicto: la derecha acusando al gobierno de Lula de corrupción y anticristianismo; la izquierda acusando a la oposición de misógina, odiadora o intolerante a las minorías. El emocionalismo subyacente a esas lecturas es un verdadero escollo para retomar la pauta y la mentalidad modernizadora que caracterizó al Brasil posdictadura.
Liderazgos oxidados. El encarcelamiento de Lula por casi 600 días congeló la renovación de liderazgos en la centro-izquierda junto con la obstinación del líder petista. Así, el único partido de peso, anclado en la militancia ciudadana y la progresión de carreras políticas más allá del patrocinio estatal, el Partido de los Trabajadores (PT), aún depende de su fundador de 40 años atrás. Otros partidos en el abanico izquierdista repiten esa oxidación de sus líderes (Ciro Gomes, hoy en el PDT, antes en el PSB y en el PPS, entre otros partidos). Casos como el PSOL ampliaron sus fuentes de reclutamiento y renovación de élites a partir de vínculos con movimientos sociales y entidades civiles, pero sin llegar a avanzar hacia la cúpula del poder.
La antigua oposición al PT, centrada principalmente en el PSDB, desintegró su dirigencia al perder conexión con las demandas de la sociedad y ensimismarse en un eterno internismo, pulverizando la proyección de sus líderes y estimulando la salida de otros como Gerardo Alckmin, cuatro veces gobernador de São Paulo y actual candidato a vicepresidente de Lula. A la derecha del arco político tampoco se renovaron las vanguardias partidarias profesionales, ajenas al Estado.
El propio Bolsonaro (propuesto como outsider) es un ejemplo de ello, con sus 27 años de diputado federal antes de ser elegido presidente. Empatados, sin una narrativa moderna común para conducir a los brasileños hacia una tierra prometida, Brasil llegará al año 2023 con menos optimismo y más descreimiento en comparación con el primer Gobierno petista del inicio de siglo. La hipótesis de haber superado un breve “paréntesis bárbaro”, seguido por la retoma de la promesa y vocación modernizadoras del Brasil, puede ser tan reconfortante como equivocada.
*Este texto fue publicado originalmente en Clarín, Argentina
Autor
Fabián Echegaray es director de Market Analysis, consultora de opinión pública con sede en Brasil, y actual presidente de WAPOR Latinoamérica, capítulo regional de la asociación mundial de estudios de opinión pública: www.waporlatinoamerica.org.