“¿En qué podemos ayudar para combatir al crimen organizado en tu país? Si quieres podemos enviar tropas del ejército estadounidense a México”: palabras más, palabras menos, esto le habría dicho el presidente Donald Trump a la presidenta Claudia Sheinbaum, y la respuesta inmediata fue de rechazo. “Podemos cooperar y coordinarnos para combatirlo —le respondió Sheinbaum—, pero sin que esto signifique una intervención militar en nuestro territorio”.
En ese momento se dio por terminada la charla telefónica entre los mandatarios. Unos días después, en un acto público, Sheinbaum lo comentó y remató diciendo a los escuchas que México “no es piñata de nadie”, lo que tiene varias interpretaciones y no todas favorecen, porque a una piñata todos le pegan hasta que la destruyen completamente. Y quizá no sea el caso.
Y todo indica que la relación entre los dos mandatarios se encuentra en un mal momento. Con una característica sustantiva: Trump tiene la sartén por el mango. Ya le tomó la medida a Sheinbaum, con quien utiliza la dialéctica de la flor y la espina, es decir: por un lado, dice que la presidenta mexicana es encantadora e inteligente, pero, una vez cubierto este trámite de encantamiento, llega la punzada de la espina. La pincha con aranceles, militarización, vuelos y navíos espía, exigencias fronterizas, extradiciones, decomisos de fentanilo, diplomacia dura. Y así hasta que tienen una nueva llamada telefónica, bajo la misma lógica de presión, sin dar respiro.
Esta estrategia hasta ahora no prevé que los mandatarios tengan una reunión cara a cara, como sí lo hizo Trump con Mark Carney, el nuevo primer ministro canadiense, lo que significa que la estrategia con sus vecinos y socios es distinta. Trump ve en los canadienses unos aliados más confiables, al grado de que ha bromeado diciendo que desearía que Canadá fuera el estado 51 de la Unión Americana y llegó a llamar a Justin Trudeau gobernador y no primer ministro, en un acto de descortesía política que no agradó a los canadienses. Hoy las relaciones entre los gobernantes de estos dos países han bajado de intensidad mediática, pero no así con México, donde todos los días escala la tensión y se ajusta la agenda a las provocaciones de la relación bilateral.
En el momento de escribir este texto, por ejemplo, hubo tres decisiones estadounidenses que sacudieron Palacio Nacional. La primera, es la probable imposición de un impuesto del 5% a las remesas que los residentes extranjeros en la Unión Americana —legales y no legales— envían periódicamente a sus países, y que cada año en México van en ascenso. De hecho, se calcula que por ese concepto el año pasado llegaron al país alrededor de 64.000 millones de dólares; después de las exportaciones de petróleo, representa la segunda fuente de divisas.
La segunda decisión, es el acuerdo que el gobierno estadounidense tuvo con Ovidio Guzmán, el hijo menor de Joaquín El Chapo Guzmán, y que se tradujo en la protección de 17 miembros de esta familia mediante su traslado a territorio estadounidense, sin haber mediado comunicación con México de que había extraditado unilateralmente al capo sinaloense.
La tercera decisión, más doméstica, más de mediano plazo, es indicativa de que probablemente algo mayor se está cocinando con la llamada narcopolítica, que es un eslabón ardiente del concepto de narcoterrorismo y que está ya en las leyes estadounidenses: el gobierno estadounidense retiró la visa a Marina del Pilar Ávila, la gobernadora del estado fronterizo de Baja California, sin dar detalles que motivaron esa acción unilateral poco diplomática y con fuerte carga simbólica.
No hay que olvidar que hace poco más de un mes Kristi Noem, la secretaria de Seguridad Nacional estuvo en Palacio Nacional y dejó sobre el escritorio de la presidenta Sheinbaum, según trascendió, una lista de narcopolíticos que Estados Unidos quiere que sean llevados ante la justicia estadounidense por sus complicidades con los cárteles de la droga. Se trataría de miembros del gabinete y algunos altos cargos legislativos incluso de este y el anterior gabinete federal.
Y eso, de ser así, es un serio problema para la presidenta Sheinbaum, porque significa proceder contra miembros de su partido y podría significar una convulsión política de grandes dimensiones, sobre todo si involucra a quienes se ha identificado como los operadores del expresidente López Obrador tanto en el gabinete como en el partido y el Congreso federal. Es ahí donde la administración Trump aprieta y donde los márgenes de maniobra de Sheinbaum se estrechan.
Claro, hay quien ve en todo esto una oportunidad para que el gobierno deje de tener tutelas políticas que le impiden ejercer plenamente el poder, pero hacerlo podría tener un alto costo y quizá mayor que la presión de la administración Trump porque haría añicos el proyecto de la Cuarta Transformación (4T), signifique lo que signifique.
Entonces, Sheinbaum probablemente escoja el mal menor, que es confrontar a Trump cada vez que tome una decisión que afecte a México, y en tanto mandar mensajes a los políticos de su partido. Solo que sus márgenes de maniobra son limitados en un país polarizado desde las elecciones de la primavera de 2024. O sea, que este diferendo va para largo y pautado por la dosificación de decisiones estadounidenses que podrían terminar minando su liderazgo.
No es descartar que, incluso, en un determinado momento el gobierno de Estados Unidos actúe unilateralmente y haga lo que ya hizo con Ismael Zambada, el legendario narcotraficante sinaloense, que nunca había pisado una prisión y está hoy resguardado en una de alta seguridad esperando posiblemente una o varias cadenas perpetuas. Entonces, este juego de poder, de suma cero, como decía el gran Yogi Berra, el catcher de los Yankees de Nueva York, no se acaba hasta que se acaba.