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Desapariciones y humanidad en México

En una desaparición, la víctima no es solo quien desaparece, sino también su familia: atrapada en la angustia, ignorada por el Estado y acosada por quienes buscan imponer el silencio y la impunidad.

En las últimas semanas, gran parte de la discusión sobre las desapariciones de personas en México giró en torno a la activación, por parte del Comité sobre Desapariciones Forzadas de las Naciones Unidas, del mecanismo previsto para tratar la situación generalizada de desapariciones en el país. Los debates se centraron, básicamente, en torno a la corrección de esta invocación por parte del Comité y en la posición sostenida por la Presidenta y su Gobierno, así como la Presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, rechazando que en México exista una situación generalizada de desapariciones forzadas.

Esta discusión puede parecer bizantina y solo interesante para abogados y otros especímenes del mundo diplomático. Pero la verdad es que se trata de un debate esencial, aunque no exclusivamente por los motivos que la vasta mayoría de los analistas han expresado. Hay dos cuestiones que podrían contribuir al debate público y que todos quienes estamos interesados en resolver el drama de las desapariciones debemos asumir con responsabilidad.

Considerar, como lo hace el Comité de Desapariciones Forzadas, que en México podría existir una práctica generalizada de desapariciones, significaría que estamos ante crímenes de lesa humanidad. Más allá de lo que pueda decir la Asamblea General de la ONU sobre la determinación preliminar del Comité (algo sobre lo cual no somos muy optimistas), el efecto indirecto es que podría habilitarse la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, si consideramos que el Comité, implícitamente, está sosteniendo que podría existir un ataque generalizado contra la población civil y una incapacidad o falta de voluntad por parte del Gobierno para investigar y sancionar tales desapariciones. En esta hipótesis, tanto los funcionarios que participaron, permitieron o encubrieron las desapariciones como los miembros del crimen organizado podrían ser juzgados por la Corte Penal Internacional. Una situación posible, aunque difícil, que en todo caso llevaría años, si no décadas.

Pero hay algo mucho más profundo en considerar que estamos ante crímenes de lesa humanidad. Su propia definición nos recuerda que lo que está en juego es la humanidad misma: la de quienes desaparecieron, la de sus seres queridos, la de la sociedad mexicana y, finalmente, la de la comunidad mundial. Es esta dimensión “generalizada” la que afecta a “la humanidad” en su conjunto.

La desaparición forzada es una técnica de terror que destruye la humanidad misma de la persona desaparecida y de sus seres queridos. A la persona desaparecida se le borra su identidad, esté viva o haya sido asesinada. Se elimina su cuerpo, se lo incinera o se lo entierra en fosas comunes sin nombre. La perversidad de las estadísticas que representan la magnitud de la tragedia —más de 125,000 personas desaparecidas— es que también hacen invisible la individualidad de cada desaparecido. Es el terror del desaparecido, de cada uno de esos 125 mil, completamente aislado, que no puede acceder a la justicia ni a la policía para su protección, que no sabe si vivirá, si será torturado o asesinado.

La “generalización” nos hace olvidar que quienes desaparecieron son padres, madres, hijos, hijas, esposos, esposas, compañeros de trabajo, estudiantes, personas que tenían sueños, ilusiones, que sufrían y disfrutaban la vida como todos nosotros. Es esta humanidad, cada una en su individualidad, la que hemos perdido. 

Las víctimas de las desapariciones no son solo quienes desaparecen, sino también sus seres queridos, que sufren la desaparición, la angustia de no saber si están vivos o muertos, el desprecio y la indiferencia del Gobierno que no les brinda contención ni respuestas, y el acoso y hostigamiento de los perpetradores, que buscan asegurar su impunidad.

Si el Comité de Desapariciones Forzadas está en lo correcto en su afirmación de que podría existir una situación generalizada de desaparición forzada, debemos asumir con responsabilidad que, implícitamente, también podría estar acusándonos a mí, a las Naciones Unidas, a su Grupo de Trabajo y al propio Comité sobre Desapariciones, a la Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos y al famoso GIEI. Me explico.

En el año 2011, formé parte de la delegación del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de la ONU que visitó México. En esa visita, observamos muchos de los problemas que hoy siguen presentes. El Gobierno, en 2011, se enojó mucho porque dijimos que había 3,000 desapariciones desde 2006. Le respondimos —algo que sigue siendo perfectamente aplicable— que el problema central era que el Gobierno, entonces y hoy, no reconocía la gravedad ni la dimensión del problema, lo cual impedía la adopción de políticas públicas efectivas. Desde esa visita, a través del mandato del Grupo de Trabajo, hicimos todo lo que pudimos: publicamos informes, dimos seguimiento, nos involucramos en el debate de la Ley General de Desapariciones, nos reunimos con familiares, redactamos comunicados de prensa.

Esa visita fue el disparador para que toda la maquinaria de derechos humanos se pusiera en marcha, especialmente a partir de las desapariciones de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. El Comité utilizó sus medidas urgentes, publicó sus conclusiones sobre el informe presentado por el Gobierno, visitó México (el primer país en el mundo en ser visitado), y emitió observaciones, entre muchas otras actividades. La CIDH también visitó México, tramitó casos, dictó medidas cautelares, convocó a audiencias. Y, fundamentalmente, creó el GIEI, un mecanismo único que estuvo de forma permanente en el país y publicó informes devastadores. La Corte Interamericana resolvió importantes casos de desapariciones forzadas, tanto de la mal llamada Guerra Sucia como de las desapariciones originadas desde la llamada guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado.

Pero, al final, la realidad nos indica que, a pesar de todos estos esfuerzos, los números pasaron de esos 3,000 que mencionábamos en 2011 a los más de 125,000 actuales. La cruda realidad nos dice que los mecanismos internacionales de derechos humanos fracasamos. Con ello no digo que el Grupo de Trabajo, el Comité, la Comisión y la Corte y el GIEI, entre otros, son responsables de las desapariciones. Al contrario, actuaron (actuamos) con decisión y valentía, con creatividad, con sensibilidad a las víctimas, con determinación y con compromiso. Y gracias a estos organismos hoy hay avances que deben reconocerse. Pero todo ello, no logró detener a las desapariciones, encontrar a miles de personas, romper la impunidad, asegurar una reparación integral. Claro que ello no era nuestro deber pues ello recae en el Estado. Y por mi incapacidad para hacer más, para ser más creativo, para conseguir mejores respuestas, a pesar de mi esfuerzo, pido perdón.

Obviamente, la responsabilidad recae, primero y primordialmente, en quienes llevan a cabo las desapariciones. En segundo lugar, en quienes cooperan, toleran o apoyan las desapariciones. En tercer lugar, en quienes tienen la capacidad y la posibilidad de prevenirlas, pero no lo hacen. En cuarto lugar, en quienes deben buscar a los desaparecidos y fracasan. En quinto lugar, en quienes deben investigar, juzgar y sancionar las desapariciones, y por el contrario aseguran la impunidad. Y, finalmente, en quienes deberían acompañar, reparar y apoyar a los familiares, y responden con insensibilidad y desinterés.

Ninguna de estas seis fallas cruciales son responsabilidad de los mecanismos internacionales de derechos humanos. Al contrario, todos y cada uno de esos mecanismos hemos analizado y criticado las fallas en cada uno de estos seis espacios. Les hemos formulado cientos de recomendaciones al Gobierno. Pero repito, lamentablemente, no hemos logrado detener las desapariciones.

Eso no significa tampoco que no hayamos logrado resultados importantes. Hemos dado voz y esperanza a los familiares. Hemos forzado al Gobierno a responder cuando no quería hacerlo. Hemos impulsado y apoyado a la sociedad civil en luchas fundamentales, como la adopción de la Ley General o la creación de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas. Hemos informado a la comunidad internacional sobre los graves problemas que enfrenta México. Y hemos creado un registro histórico que documenta lo que el Gobierno hizo y no hizo, y que servirá para los juicios que la historia dará.

El movimiento de derechos humanos y la sociedad mexicana deben interrogarse a sí mismas también. No para autoflagelarse sino para re-energizarse con estrategias que produzcan más y mejores resultados. Mas de lo mismo, no es suficiente.

La única posibilidad que hoy nos queda es continuar trabajando con humildad y determinación. Pero, fundamentalmente, debemos recuperar la humanidad de los desaparecidos y de sus familiares. Entender que en la frase “derechos humanos”, son igual de importantes ambas palabras: derechos, así como humanos. Considerar que, ante los crímenes de lesa humanidad, debemos responder con más humanidad. Recordar que el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.Ahí está la respuesta a nuestros desaparecidos: libertad, igualdad, dignidad y derechos. Y la única forma de ser coherentes es decirles: ¡PRESENTE!

Autor

Profesor de Derecho, director de la Clínica de Derechos Humanos en la Facultad de Derecho de Texas. Integró el Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias y fue Secretario Ejecutivo Adjunto de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

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