El pasado domingo 8 de enero una turba de ultraderecha, estimulada por discursos y omisiones del expresidente Jair Bolsonaro después de su derrota no reconocida, invadió y depredó las sedes de los tres poderes del Estado. Tras los ataques, la Policía Federal encontró en la casa del exministro de Justicia de Bolsonaro, Anderson Torres, el borrador de un decreto para establecer un “Estado de Defesa” en la sede del Tribunal Superior Electoral (TSE) y cambiar el resultado de las elecciones de 2022. Se trataría de una intervención inconstitucional para tomar el TSE, y sería un golpe de Estado, que tendría el objetivo de invalidar la legítima victoria de Luiz Inácio Lula da Silva.
El deseo de ruptura democrática es creciente desde hace años en Brasil. Estamos viviendo una clara escalada del fascismo, que ya no se avergüenza de mostrarse tal cual es ni tampoco intenta camuflarse en el conservadurismo, como sí ocurría hasta hace una década. Esta escalada sistemática de la violencia política nos ha llevado hasta acá.
Dado que buena parte de las personas que participaron en los ataques se sentían frustrados por el hecho de no haber podido contar con los militares para dar un golpe de Estado, creyeron, realmente, que habían tomado el poder. Pero parece ser que los hilos que movieron estos actos, en apariencia, espontáneos, tenían la intención de generar caos para que el presidente Lula ordenara una intervención militar, lo cual daría poder a los militares, a fin de que, finalmente, dieran el golpe. Sin embargo, el plan no funcionó, ya que Lula solo ordenó una intervención federal, lo que no confiere poder a los militares.
A pesar de ello, hemos sido testigos de un fenómeno de delirio colectivo y de profunda alienación, tal como ocurre en la extrema derecha en varios países, la cual se alimenta a base de teorías de la conspiración como las de la agrupación QAnon. No obstante, esto lleva a una total desconfianza en las instituciones y organizaciones internacionales, partidos, prensa y órganos del Estado.
El fascismo brasileño finalmente salió a la luz. Y ese fascismo está políticamente articulado con grupos de extrema derecha de las Américas y de Europa, como es el caso de Vox, de España; el trumpismo y el QAnon, de Estados Unidos, y sectores de la diáspora venezolana y cubana, especialmente de Miami.
Los métodos utilizados por estas agrupaciones para atraer seguidores tienen que ver con la radicalización y, a la vez, la alienación de los individuos. Primero, las personas son atraídas mediante noticias falsas, indignación selectiva, soluciones fáciles para problemas complejos y lecturas superficiales de la realidad. Luego se busca que ellos cambien su idea de lo que es la lógica de lo obvio y consolidado, para lo cual se apela a teorías de la conspiración, que solo ellos, los “iniciados” en los “grandes misterios”, están listos para identificar.
De esta manera, las personas adquieren un sentido de pertenencia y particularidad que hace que se sientan incomprendidos por el resto de la sociedad, ahora que son los grandes conocedores de la “verdad”. Esto profundiza la intolerancia al conocimiento institucionalizado y a opiniones divergentes de su nueva realidad, ya que les recuerda sentimientos del pasado. Finalmente, se aíslan (y son aislados) de familiares y amigos, lo que profundiza la adhesión al extremismo.
El nivel de alienación de una gran cantidad de extremistas durante los ataques en Brasilia era tan alto que muchos estaban convencidos de que habían logrado dar un golpe de Estado. Así, se expusieron en las redes sociales y produjeron la mayor parte de las pruebas en su contra por los crímenes cometidos.
De hecho, tras el encarcelamiento de cientos de invasores en Brasilia, muchas personas, sin entender lo que realmente estaba pasando y la gravedad de los acontecimientos, exigían acceso a internet en la comisaría para seguir publicando contenido en las redes sociales.
Los campamentos golpistas que apoyaban a Bolsonaro y a una intervención militar en Brasil duraron varios meses, y los extremistas convivieron y establecieron nuevos vínculos personales ahí. Con el pasar de los días, muchos perdieron su trabajo, sus parejas, se alejaron de sus familias y amigos, y se radicalizaron aún más.
Después de la desilusión con el propio Bolsonaro y las Fuerzas Armadas, que, según ellos, no tuvieron el valor de “salvar a Brasil”, y estimulados por líderes en las sombras, los extremistas intentaron su propio (torpe) golpe, con la certeza de representar a la mayoría de los brasileños, lo cual se convirtió en una especie de ceremonia iniciática. Tras la frustración y el sentimiento de opresión por un sistema corrupto, muchas de estas personas deben haber reforzado los lazos de grupo.
El problema es que ahora, luego de haber cruzado la línea roja y de haber intentado dar un golpe en persona, muchos podrían sentir que ya no hay barreras. Sin embargo, esta sensación es un caldo de cultivo perfecto para el nacimiento de posibles grupos terroristas de extrema derecha, que podrían estar bien armados y que contarían con el apoyo de ciertas facciones de la policía, las Fuerzas Armadas y de una red política internacional.
En otras palabras, los ataques golpistas de Brasilia pueden haber sido el rito de iniciación de un posible naciente grupo terrorista de extrema derecha en Brasil. Por ello, la justicia brasileña debe estar alerta e identificar a las agrupaciones que se tienen que desarticular de inmediato para evitar su complicidad con un ya consolidado pseudopartido político muy competitivo electoralmente y con capacidad de hacer aflorar valores y prácticas fascistoides en la sociedad a través de su gigantesca máquina de propaganda.
El fascismo en Brasil es una fuerza que llegó para quedarse, que ya va más allá de Bolsonaro y que probablemente prescindirá de él, incluso, en lo electoral. Vencer a ese fascismo cultural será un trabajo de largo aliento, que trascenderá al actual gobierno Lula-Alckmin y no debe verse afectado por las disputas entre la izquierda y la derecha moderada.
Autor
Investigador en opinión pública, encuadramiento discursivo en los medios y ciencias sociales computacionales. Miembro del Grupo de Investigación sobre Comunicación, Internet y Política en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro (PUC-Rio).