La vida política cotidiana brasileña sugiere que la figura de Jair Bolsonaro es el resultado y la reproducción de prácticas políticas e institucionales que han venido instituyéndose desde hace años en el imaginario del ejercicio de la democracia en el país. Los actuales debates para las elecciones de la presidencia en la Cámara de los Diputados dejan al descubierto, por ejemplo, el fisiologismo político —moverse en la escena política para ocupar cargos y posiciones y no por ideales, principios ni en defensa de intereses colectivos— históricamente consolidado en Brasil.
Bolsonaro puede haber llegado al poder por una supuesta ola conservadora y de derecha en el país y estar gobernando con base a su verborragia y constantes declaraciones polémicas. Pero la figura política de Bolsonaro es cabalmente entendida si la situamos en el devenir de un ciclo político y cultural iniciado hace unos 20 años en el país, bajo los signos del PT y su repertorio cultural. Es el lulobolsonarismo brasileño.
Los más de dos años en el palacio presidencial describen una figura política íntimamente relacionada con una historia reciente de alta conflictividad política y social. Este ambiente le permitió desarrollar su aprendizaje político y sus estrategias para la vida institucional.
Esto deja entrever que Brasil ha cambiado políticamente muy poco en los últimos años. Hubo una secuencia de situaciones que tuvieron sus orígenes en años anteriores y aquellas que se presentaron como nuevas, poco o nada parecieron incidir suficientemente en la elaboración de una nueva matriz político y cultural.
Es precipitada, consiguientemente, toda interpretación que sugiera ubicar la figura de Bolsonaro (y por consecuencia, el bolsonarismo) como representante de una ruptura en la cadena de acontecimientos políticos si los comparamos con los de años previos a su surgimiento electoral. Se engaña, también, quien pretenda ver en su figura el inicio de un nuevo ciclo político e ideológico, caracterizado por una política económica de estricto corte neoliberal, de conservadurismo y nueva derecha o de una agenda liberal en la sociedad. Más allá de algunas señales en estos sentidos, no hay diferencias importantes con lo sucedido en los años previos.
Las reformas económicas, políticas fiscales y concepciones sobre el Estado durante los últimos años de los gobiernos del PT ya anticipaban, en parte, algunas de las prácticas actuales de la gestión pública. Los ministros de economía de Lula (Palocci y Mantega) o de Dilma (Levy), por ejemplo, difieren poco con el actual ministro del gobierno de Bolsonaro (Guedes).
Aquel Brasil que supuestamente había reducido índices de pobreza y de desempleo demostró ser estructuralmente frágil y quedó en evidencia que las herramientas sociales compensatorias no transforman la vida de las personas por arte de magia. La inclusión social se vio inmediatamente cuestionada ante una realidad que acusaba el doble discurso político de la justicia social, por un lado, mientras la práctica de la corrupción daba continuidad en los círculos del poder.
Por otro lado, en lo cultural, la ola conservadora no parece tan nueva como se suele creer. El protagonismo político actual de sectores conservadores, en especial de las iglesias neo-evangélicas, había tenido su crecimiento en diferentes espacios políticos e institucionales con el invalorable apoyo de los gobiernos del PT.
En sus orígenes, como el resultado aleatorio de una polarización social preexistente a su constitución como figura política y electoral en el policromático sistema político brasileño. Posteriormente, se articuló como un complemento residual originado por el momento populista de la política brasileña, de alta conflictividad política y social y de crispación en las relaciones individuales.
Este momento describe a una sociedad dividida en dos campos, dándose únicamente dos posiciones discursivas posibles y en los que se distribuyen todos los contenidos políticos e ideológicos.
En el auge de este diseño, el Brasil acabaría dividiéndose políticamente entre los partidarios de Lula y del PT, por un lado, y entre quienes como conjunto heterogéneo oficiarían como antagónico a este campo. No obstante, el campo de la oposición se constituiría, progresivamente, bajo una concreta unidad discursiva que mejor expresaría, contingentemente, la polarización con el campo de los partidarios de Lula y el PT.
La polarización sería entendida, así, como el momento político por excelencia. Como el momento de la reactivación de la política, en la que cada uno de los campos (lulopetistas y “verde-amarelos”) se convierten en cómplices necesarios, uno del otro, para su propia sobrevivencia y legitimidad.
Para el momento populista de la política existe una concepción conflictiva de lo político, una politización de la sociedad. Paradójicamente, esto hace desaparecer lo político, disolver cualquier posibilidad de debate de ideas y proyectos. En su lugar, la reducción de los problemas políticos dan paso a problemas de autocomprensión colectiva, a la simple expresión de algo y a la pertenencia a grupos que definen identidades e ideologías. Si lo político está predefinido en torno a una polarización dada en estos términos, la política no tendría razón de ser.
De esta manera, Bolsonaro es el desfigurado producto final de un ciclo político y cultural iniciado hace 20 años con el progresismo del PT. Su figura sintetiza las contradicciones culturales, los debates públicos que quedaron pendientes, la desinstitucionalización política materializada en la herencia personalista del ciclo lulopetista.
Bolsonaro es funcional para dar continuidad al antipluralismo social e ideológico propio del populismo cultural de un ciclo con aversión al liberalismo político. Es la pieza clave para el mantenimiento de los antagonismos radicales y la polarización irracional. Es quien ideologiza el espacio público cuando el campo antagónico se muestre algo carente de iniciativas.
En cada uno de sus gestos, la figura de Bolsonaro otorga sentido a un ciclo político que devuelve a su antagónico los significados de su papel en la polarización política. Polarización que ambos, celosamente, cuidan como forma de legitimar sus propios campos políticos en disputa. El lulobolsonarismo es una especie de fin de la política (debate racional), para instituir lo político como lugar de una disputa polarizada de pertenencias a colectividades prefijadas. Gritería y resaca cultural cotidiana que en 2022, quien sabe, los brasileños intentarán curar.
Foto de Alex Barth en Foter.com / CC BY
Autor
Cientista político. Profesor del Programa de Postgrado en C. Sociales de UNISINOS (Brasil). Doctor en Sociología Política por la UFSC (Brasil). Postdoctorado en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Univ. de Miami. Prof. vsitante en la Univ. de Leipzig (Alemania).