El gobierno de Bolsonaro convirtió el negacionismo en un eje estructurante de su acción política. Al negar evidencias científicas, relativizar consensos históricos y minimizar amenazas ambientales, no solo gobernó bajo una lógica de desinformación, sino que consolidó un método que sigue vivo en la política brasileña. Incluso tras el cambio en el Ejecutivo, las huellas de ese proyecto permanecen evidentes en el Congreso Nacional, influyendo en las agendas y dificultando avances sociales y ambientales.
El negacionismo, en este contexto, no es un simple desacuerdo frente a los hechos, sino un intento deliberado de redefinir qué es la verdad y quién tiene autoridad para decirla. Durante la pandemia de COVID-19, esto se tradujo en ataques a las vacunas, promoción de tratamientos ineficaces y desprecio por las recomendaciones de organismos internacionales. En el ámbito ambiental, la negación de la crisis climática y el desmantelamiento de órganos de fiscalización abrieron espacio a actividades depredadoras en biomas estratégicos.
Esta agenda no se limitó al Ejecutivo. Fue sostenida por una base parlamentaria cohesionada, compuesta por sectores de la bancada ruralista, representantes de intereses mineros y parte de la bancada evangélica. En conjunto, avanzaron en proyectos que flexibilizaron el licenciamiento ambiental, incentivaron la explotación de tierras indígenas y debilitaron la protección legal de áreas sensibles. El resultado fue la institucionalización del negacionismo, transformando discursos en normas, recortes presupuestarios y políticas públicas regresivas.
El cambio de gobierno no revirtió de inmediato esa lógica. En el Legislativo, la correlación de fuerzas sigue favoreciendo agendas que fragilizan el medio ambiente. Propuestas urgentes para enfrentar la emergencia climática tropiezan con una resistencia organizada, mientras las narrativas heredadas del bolsonarismo continúan marcando el debate. La duda sistemática sobre los datos ambientales, por ejemplo, sigue utilizándose como justificación para flexibilizar regulaciones y priorizar intereses económicos de corto plazo.
La persistencia de esta lógica se apoya en dos pilares principales: la movilización de afectos como el miedo y el resentimiento contra grupos identificados como “enemigos” —ambientalistas, pueblos indígenas, científicos, el Poder Judicial en la figura de los ministros del Supremo Tribunal Federal y periodistas—, y la convergencia de intereses con sectores económicos que se benefician de la erosión de las protecciones ambientales. A esto se suma el modelo de comunicación digital del bolsonarismo, aún activo, que alimenta la desinformación y presiona a los parlamentarios a través de redes sociales altamente polarizadas.
No se trata solo de evaluar los daños ambientales, sociales y sanitarios provocados por el bolsonarismo, sino de comprender que la disputa por el sentido de la verdad y por la legitimidad de la palabra sigue en curso. El negacionismo no es un fenómeno episódico: fue incorporado como práctica política y discursiva, con capacidad de reproducirse y transformarse. Su permanencia en el Congreso Nacional demuestra que no basta con derrotar a un gobierno para desmontar una gramática política autoritaria.
Enfrentar esta herencia exige una acción coordinada en tres frentes. En el ámbito institucional, es necesario recomponer y fortalecer los órganos ambientales y científicos, garantizando autonomía técnica y presupuesto adecuado. En el ámbito legislativo, se requiere articular mayorías capaces de frenar retrocesos y aprobar leyes que consoliden derechos y protecciones ambientales como cláusulas pétreas. En el ámbito cultural y comunicacional, urge disputar la narrativa pública, combatir la desinformación y reconstruir la confianza social en la ciencia y en las instituciones democráticas.
El negacionismo, como estrategia de poder, erosiona la capacidad del sistema democrático para responder a las crisis. Al debilitar instituciones y generar desconfianza pública, crea un terreno fértil para nuevas embestidas autoritarias. Romper con esa herencia requiere más que acciones puntuales: es necesario recomponer la estructura institucional, articular mayorías legislativas comprometidas con la protección socioambiental y disputar la narrativa pública para restablecer la confianza en la ciencia y en la democracia.
Sin ese esfuerzo coordinado, Brasil seguirá atrapado en un proyecto político que, incluso fuera del Palacio del Planalto, continúa moldeando decisiones e impidiendo avances urgentes para el futuro del país.