Nuestra época se caracteriza por la obsesión por los ranquins. Los tenemos de universidades, de canciones, de destinos turísticos, de calidad democrática… No hay ámbito de nuestra vida para el que no haya un ranquin. O quizá sí: no existe un ranquin de mentiras. No hay una lista de las más grandes, las más universales, las más descaradas. Si se creara, tengo claro a dónde iría mi voto: a la idea de que vivimos en democracia. Cumple a la perfección los tres criterios citados: es una mentira colosal, es universalmente aceptada y es repetida con total descaro por todos, gobernados y gobernantes. Los primeros, posiblemente porque en buena medida ignoran la verdad. Los segundos, porque fingen ignorarla.
¿Cuál es esa verdad? ¿Vivimos acaso en regímenes autocráticos, dictatoriales? No: la verdad es que vivimos –excepto desviaciones como Cuba, Nicaragua o Venezuela– en regímenes mixtos. ¿Regímenes mixtos? ¿Qué modernez es ésa? Ninguna modernidad: el concepto tiene, redondeando, 2.000 años. Sostenía Polibio (siglo I) que la mejor forma de gobierno no era la monarquía, la aristocracia ni la democracia. Es decir, no era el gobierno de uno solo, el de unos pocos ni el de la mayoría, sino una combinación de los tres. Esto es, un gobierno mixto con un componente monárquico, un componente aristocrático y un componente democrático. A la sazón, en Roma: los dos cónsules (monarquía), el Senado (aristocracia), los tribunos de la plebe (democracia).
Los constituyentes del Río de la Plata –y probablemente los de toda América Latina– tomaron esta idea al diseñar las repúblicas nacidas de la independencia a comienzos del siglo XIX: un Ejecutivo unipersonal (componente monárquico), un Senado (componente aristocrático) y una cámara baja (componente democrático).
La principal justificación para el componente monárquico era la unidad. Así aparece en el acta del 31 de agosto de 1818: “la idea de apropiar al sistema gubernativo del pais las principales ventajas de los gobiernos monárquico, aristocrático, y democrático, evitando sus abusos. El gobierno monárquico es ventajoso por la unidad de los planes, por la celeridad de la egecucion, y por el secreto”.
Un cuarto de siglo más tarde, al redactarse la Constitución argentina, se incorporaría la figura del vicepresidente, copiada de la Carta Magna estadounidense sin mediar debate. Si para Polibio los dos cónsules romanos constituían el elemento monárquico del sistema de gobierno perfecto, ¿por qué no habrían de funcionar de igual manera el presidente y el vice de una república latinoamericana?
Hoy en día nos sobran argumentos para contestar, tanto desde la teoría como desde la práctica. Obviemos la primera: al fin y al cabo, no tuvo suficiente potencia para que los constituyentes renunciaran a copiar la vicepresidencia y optaran por otra fórmula sucesoria. Y a ellos, que abrían las puertas de un mundo político nuevo, no se les puede imputar las dificultades que evidenciaría la práctica más adelante en el tiempo.
Vayamos, pues, a la experiencia, a la realidad, a lo empírico. Javier Milei y Victoria Villarruel, con su ruidosa ruptura, no han hecho más que actualizar una historia sobradamente conocida: la hemos visto en casi todos los Ejecutivos argentinos anteriores y en numerosos casos del resto de América Latina. Los presidentes y los vicepresidentes tienden a chocar con inquietante frecuencia.
¿Qué ocurre, pues, cuando el presidente y el vice se enfrentan de forma irreconciliable? Recordemos: “El gobierno monárquico es ventajoso por la unidad de los planes”. Es decir, ocurre que se acaba la unidad, que se desnaturaliza el componente monárquico de nuestro sistema de gobierno, que se desvanece su principal razón de ser. Ese elemento cuyo fin era aportar unidad, introduce división. Sepultar la unidad significa enterrar la estabilidad. Significa que los leales al Ejecutivo deberán elegir bando, y por tanto cada lado –y el Ejecutivo en conjunto– quedará debilitado. Significa que comenzará el cortejo del vicepresidente por parte de la oposición (y/o viceversa): los enemigos de mis enemigos son mis amigos, o al menos pueden serlo instrumental y temporalmente, ahondando la precariedad y la inestabilidad del sistema político. Significa que el Ejecutivo no será guardián de los secretos de Estado frente a los enemigos de la nación, sino frente al otro miembro de la dupla. Significa que si el presidente queda inhabilitado temporal o definitivamente, el mecanismo sucesorio no aportará continuidad sino incertidumbre.
Ante todo esto, la solución es sencilla: eliminar la vicepresidencia. Y si el presidente fallece, renuncia o queda inhabilitado… Chile y México, los únicos dos países latinoamericanos que no tienen vicepresidencia, responden. Ninguno de los dos fue escenario de problemas sucesorios, ninguno de los dos sufrió los trastornos que la vicepresidencia trajo al resto de la región. Queda así establecido un nuevo ranquin: el de instituciones más nocivas y prescindibles; y queda asignado su primer puesto: la vicepresidencia alla latinoamericana.