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El regreso de Trump y la supuesta oligoautocracia

Lo que está en juego con el proyecto trumpista es la realización del potencial de autocratización y, en última instancia, el derecho a ser ciudadano estadounidense.

El 20 de enero, Trump regresó a la Casa Blanca, en una transición de poder pacífica, a diferencia de lo que ocurrió hace cuatro años, cuando él mismo se negó a asistir a la toma de posesión de Biden e incitó a sus partidarios a asaltar el Capitolio. El regreso de Trump es, sin duda, el resultado de la manifestación de la voluntad de la mayoría de la sociedad norteamericana (51%). Pero, aunque la transición pacífica demuestra la resistencia de las instituciones, se pone en tela de juicio la continuidad de la práctica democrática.

Lo que está en juego con el proyecto trumpista es la realización del potencial de autocratización y, en última instancia, el derecho a ser ciudadano estadounidense. Ésta es su principal agenda política: definir quién tiene derecho a las garantías fundamentales, a la posibilidad de impugnación y a la protección de la expresión del poder.

Desde la campaña electoral, Trump ha abogado por cambios radicales en las políticas de inmigración, medio ambiente, diversidad y protección de las minorías. Y, para aquellos que pensaron que éstas eran promesas de campaña vacías, quedaron desconcertados por la demostración de voluntad y urgencia. Como primeros actos de su administración, promovió la revocación de políticas del gobierno anterior y adelantó lo que viene: imposición de impuestos a países extranjeros, restablecimiento de la política de “Permanecer en México”, revocación del Green New Deal y el establecimiento de la “política oficial con sólo dos géneros: masculino y femenino”. Justificó dichos cambios como su responsabilidad como “comandante en control” de defender al país de “amenazas e invasiones” y elevar a Estados Unidos a “una nación orgullosa, próspera y libre”. 

Subvirtiendo la práctica democrática, la retórica trumpista está marcada por una exaltación chovinista, con rastros de expansionismo imperialista y nostalgia por un pasado dominado por las clases hegemónicas. Su movilización política se produce a partir de la tensión entre los valores de la “identidad blanca” –definida por Ashley Jardina como un sentimiento de identidad blanca colectiva en reacción a la ampliación de derechos y el sentimiento de compartir el poder político-económico con otros grupos– y la garantía de protección de los derechos de los grupos minoritarios. 

En este movimiento se agrupan individuos provenientes de grupos dominantes, pero que se encuentran resentidos ante la ampliación de derechos y garantías, motivándolos por la percepción de amenaza y el deseo de retomar la hegemonía socioeconómica-cultural blanca. Más allá de la mera política identitaria, el lema: “MAGA – Make America Great Again” resume la visión de Trump de recuperar “Estados Unidos” según intereses supremacistas.

Además, su ascenso está asociado a dos factores coyunturales: el descontento popular con las respuestas gubernamentales (crisis de representación) y la fragmentación de la sociedad en diferentes valores y visiones del mundo. Se está formando la tormenta perfecta para propagar la segregación, la venganza y la incredulidad institucional.

Así, bravuconería o no, Trump proyecta su acción política hacia (i) el rescate y absolutización de valores hegemónicos en decadencia y (ii) el señalamiento de chivos expiatorios como causa de los males de Estados Unidos. Con ello, no se ve obligado a presentar una propuesta de amplias mejoras y, poniendo patas arriba la democracia, construye su plan supremacista, orientado a garantizar la libertad, la protección y los derechos con quienes comparte convicciones y reconoce la condición de ciudadano, en detrimento de retrocesos en derechos de las minorías.

Modus operandi

Estos aspectos son parte de la creciente ola reaccionaria actual, que predica la prosperidad a través de políticas basadas en el “antimultilateralismo” y el proteccionismo supremacista-patrimonialista. El objetivo es deslindarse de la responsabilidad por los impactos colectivos resultantes de esta agenda aislacionista, que resulta en el rechazo de compromisos globales, como los acuerdos climáticos y comerciales.

Con sus matices, líderes como Javier Milei, Viktor Orbán y Nayib Bukele comparten este modo de gobernar, defendiendo agendas identitarias o de eficiencia económica para movilizar a una mayoría y justificar los “efectos secundarios” de la opresión para las minorías. Estos líderes son verdaderas expresiones autoritarias, que utilizan el conservadurismo identitario para obtener el apoyo y el patrocinio necesarios y, de esta manera, imponer estos valores a todos. Es la lógica de la tiranía de la mayoría, que ignora intencionalmente aspectos de equidad y justicia social. Y esto es precisamente lo que la práctica democrática intenta evitar.

En esta línea, la señalización de alineamiento con Trump por parte de los CEO de las grandes tecnológicas implica efectos (graves) para la sociedad. Aceptando su propuesta, los controladores de los canales de comunicación globales se embarcaron en una aventura conjunta con Trump, literalmente. Mucho más que un apoyo, es la consolidación explícita de la alianza oligo-autocrática para, a través de la colaboración mutua, llevar adelante sus proyectos político-económicos sin obligación de rendición de cuentas socio-colectiva.

No nos engañemos: no hay ganancia para la libertad individual ni para los derechos colectivos. El desmantelamiento del marco de protección y equidad busca, únicamente, garantizar el libertinaje para que ciertas entidades promuevan políticas de altísimo impacto socioeconómico sin rendir cuentas.

Por otro lado, la expresión de voluntad del líder político de acabar con las políticas de diversidad y la verificación de datos genera incentivos sociales (malos), como la promoción de la desinformación y la intolerancia en la sociedad. Sin duda, se sentirán impactos económicos, ya sea en el mercado laboral o a través del aumento de los costos de transacción, dada la mayor incertidumbre y fragilidad institucional. También aumenta el sentimiento de miedo, lo que genera un mayor apoyo popular a políticas violentas de seguridad pública y al exterminio de grupos minoritarios. El abandono de las regulaciones ambientales y la reanudación de la exploración de combustibles fósiles pueden, a corto plazo, flexibilizar y abaratar los costos de producción, pero el cuestionable beneficio individual impondrá un alto costo global, sobre todo para los países pobres, que sufrirán más severamente las consecuencias del cambio climático: es la conclusión del estudio de la premio Nobel Esther Duflo.

Normalizar lo que debería ser aborrecible parece ser la tendencia en política. Es hacia allí hacia donde el entonces presidente pretende devolver Estados Unidos: hacia la condescendencia opresora de una parte de la sociedad con la implementación de un proyecto supremacista y oligárquico, a pesar del orden mundial colectivo. Sin embargo, apoyar políticas que buscan ganancias individualistas, refuerzan privilegios o segregan estructuras es ser complaciente con la perpetuación de violaciones históricas y eximir de responsabilidad a los actores involucrados.

Es importante, por tanto, desenmascarar los eufemismos y no tratar lo persecutorio y opresivo como mero proteccionismo o identitarismo conservador. El gran peligro de no nombrar las cosas correctamente es que permite a grupos poderosos patrocinar regímenes autoritarios y daños colectivos y beneficiarse de ellos sin consecuencias. Hay, por tanto, sectores organizados que ven la democracia como una limitación y una barrera para la realización de sus intereses oligárquicos. El pionero Elon Musk, que ahora forma parte de la administración Trump, identificó el potencial de ganancias en la diversificación de la inversión en tecnología, redes sociales y líderes autocráticos. Otros inversores con gran poder (económico y político) están siguiendo oportunamente la recomendación, sin ningún tipo de pudor.

Al predecir que “el sueño americano regresará”, Trump deja claro a quién se le permitirá soñar. Cabe preguntarse si habrá condiciones institucionales, políticas y sociales para resistir y detener la pesadilla de otros –incluso más allá del muro–, cuyo sueño no parece encajar en esta supuesta oligoautocracia norteamericana en marcha.

Autor

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Abogada, asistente de investigación y estudiante de maestría en Políticas Públicas del INSPER. Investigación sobre los sistemas electorales latinoamericanos, la representación de intereses y el sistema político-presupuestario brasileño.

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